Carreteras secundarias

EL BAR QUE SE TRAGÓ A TODOS LOS ESPAÑOLES

Poco más se le puede pedir a un espectáculo de teatro que, después de tres horas, en las que nos ha mantenido con una sonrisa en la cara, cierra una historia humana entrañable, tierna y repleta de lecciones, a la vez que esboza un retrato de España, de sus gentes y de toda una época. Una obra que, como hacen las buenas historias, viaja de lo particular a lo general y nos cuenta los avatares personales de un hombre, un viaje de fe, amor, elecciones vitales y determinación, para en el fondo hablarnos de toda una generación. Acaba El bar que se tragó a todos los españoles, la nueva comedia de Alfredo Sanzol, y el público ha viajado con él, con la extraña y hermosa aventura de su padre, y con un país entero en la maleta. Pero, ¿realmente no se le puede pedir nada más? Quizá sí. Porque a Sanzol le pesan, como a todo buen director, sus mejores momentos, que están ahí para comparar, y si bien este ‘bar’ es un ejercicio de autoficción repleto de nostalgia, humor amable y bondad, no es su espectáculo más redondo.

Sí es, para empezar -y no es poco- el trabajo mejor armado del actual director del CDN. Alejado de sus montajes episódicos, cuenta aquí una historia de comienzo a fin, con aires de “road movie” o, pongámonos castizos, “de peli de carretera secundarias”. Las carreteras secundarias de la vida de su propio padre: Sanzol presenta una peripecia vital que llena, sorprende y enamora. La de un hombre que entra de niño en el seminario porque le tocó, aquellas inercias de aquella España, que se ordena sacerdote y que al poco descubre que estar casado con Dios no es lo suyo. Emprende entonces un viaje por EE UU para encontrarse. Y sus pasos le llevan a Texas, y de allí a San Francisco. Por el camino encontrará amabilidad, timos y familias postizas, será socorrido por ángeles de la guarda encarnados en bluesmen ciegos y descubrirá por primera vez a las mujeres y, más tarde, el amor. También se topará con un sinfín de bares regentados por españoles. Tanto que tentado estuvo quien firma de titular esta crítica ‘Navarricos por el mundo’. Prerrogativas de la ficción. Desisto de intentar averiguar qué es inventado y qué es real en la historia que nos presenta Sanzol. Es mucho mejor asumir esta obra como una historia que pudo haber sido, al menos en parte, y que nos toca, como españoles y como seres contradictorios que somos. 

Sanzol presenta una peripecia vital que llena, sorprende y enamora. La de un hombre que entra de niño en el seminario, que se ordena sacerdote y que al poco descubre que estar casado con Dios no es lo suyo

Hay que reconocerle a Sanzol que es un maestro en un tipo de humor que, como le sucedía a lo jardeliano o a lo valle-inclanesco, casi podríamos etiquetar como sanzoliano (o sanzolesco). Quien haya seguido su evolución sabrá identificar aquí las principales señas de identidad que salpican su teatro: la familia como eje, la tierra -Navarra siempre en el corazón- y la cháchara natural y desenfadada, sin maldad, en la que de forma aparentemente inocua se van colando los grandes temas de la vida… Todo eso lo hace con una aparente facilidad el director. Pero aquí se echa en falta algo más de trabajo en la profundidad poética de algunos diálogos.

Tampoco le vendría mal al montaje un ejercicio de repensado estructural. Para entendernos: un poco de tijera. Quizá no todas las escenas de esta “carretera y manta movie” eran esenciales. Se podían haber recortado un poco las tres horas de candidez del personaje principal, un “marciano” aterrizado en la vida terrenal. O un “selenita”: no es casual que una de las historias secundarias de esta obra ya apareciera en aquella memorable En la luna, la del escultor estafado por el dictador

Quizá no todas las escenas de esta “carretera y manta movie” eran esenciales. Se podían haber recortado un poco las tres horas de candidez del personaje principal, un “marciano” aterrizado en la vida terrenal

Hay, además, algo de sensiblería en el acercamiento al personaje principal. A sus 33 años, el hombre al que da vida a lo largo de la función Francesco Carril decide no seguir los pasos de Cristo sino los suyos propios, pero no deja de ser un alma de cántaro, tanto en su construcción textual como en la actoral por parte de Carril, un intérprete que ha demostrado tener talento para mucho y que aquí parece por momentos buscar la sonrisa fácil con cruces de piernas y sonrisas a lo Lina Morgan. Es bueno Carril, se echa a la espalda la función y la mantiene con encanto y momentos estupendos, pero le sobra ese velo de bobalicón bueno, ese pelo de la dehesa prolongado que su Jorge Arizmendi parece empeñado en no perder, ni siquiera después de dejar en estado a su novia y pasar por el Vaticano en busca de dispensa en un penúltimo asalto a la vida con aires tarantinianos.

Por lo demás, todo es impecable en la puesta en escena: desde el vestuario sesentero de   Alejandro Andújar a la dúctil y compleja escenografía ideada por él mismo, que desplanzando una serie de bloques nos sitúa en mil y un espacios dentro de una obra que cambia no ya de habitación o de bar, sino de ciudad y continente de una escena a otra. Un trabajazo de aires retro que combina los interiorees empapelados con los bares de viejo en un ingenioso tetris teatral.

En escena se acomodan el resto de actuaciones, algunas impecables por lo que de ellas se espera, como la dulzura y naturalidad de la Carmen de Natalia Huarte, y otras muy divertidas, como una estupenda Nuria Mencía (¡qué pronunciación más exacta!). Un sólido Jesús Noguero ejerce de demiurgo profesional y narrador-escuchante, o sea, de barman, y Albert Ribalta, actor de T de Teatre con una larga relación con el universo Sanzol, compone algunos personajes desbordantes de carisma. Muy bien en general el equipo, con buenos papeles en difernetes personajes de Jimmy Roca, Elena González y Camila Viyuela.

Mención aparte  para el sísmico cura Chistorro de David Lorente, que en la media hora final se mete al teatro en el bolsillo con una recreación que nos remonta a Don Camilo

Mención aparte, eso sí,  para el sísmico cura Chistorro de David Lorente, que en la media hora final se mete al teatro en el bolsillo con una recreación que nos remonta a Don Camilo. Uno de esos tipos que, pese a la sotana, se viste por los pies. Genio y figura de querencia popular y poso humanísimo. Un hallazgo como pocos. Es en este tipo de momentos cuando quien firma descubre al Sanzol en estado de gracia y se alegra de haber ido al teatro una tarde más.

No les aburro ni un minuto más: pese a todo lo anterior -ya saben que es trabajo del crítico sacar los brillos y las sombras-, no dejen de ir a ver este montaje. Saldrán más sabios y mejores, compartan o no las moralinas políticas, que algo de eso hay también en este retrato de las dos Españas, porque es una obra hermosa y divertida que habla de libertad y de segundas oportunidades en la vida, de disfrutar, de ser quien uno quiere ser y de amar. Y falta nos hace en estos tiempos.


Autor: Alfredo Sanzol. Director: Alfredo Sanzol. Intérpretes: Francesco Carril, Natalia Huarte, Nuria Mencía, Jesús Noguero, Elena González, David Llorente, Albert Ribalta, Jimmy Roca, Camila Viyuela. Escenografía y vestuario: Alejandro Andújar. Iluminación: Pedro Yagüe. Espacio sonoro: Sandra Vicente. Música: Fernando Velázquez. Teatro Valle-Inclán. Madrid.

Estrellas Volodia

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