El espectáculo debe continuar

FOLLIES

Qué hermoso epílogo: “Hay que vivir, hay que querer, hay que reír”. Sonaría a pastel, a receta de autoayuda, si durante las tres horas anteriores no hubiéramos asistido a un carrusel sin concesiones llamado existencia, con su brillantina y sus harapos, una historia cargada de nostalgia, crueldad y resignación cantada por un maestro que hace musicales que no parecen musicales, Stephen Sondheim. La excusa elegida por el neoyorquino en Follies –cuatro décadas ha tardado en llegar a Madrid, inexplicable– es homenajear a su querida profesión, a través del viejo cabaret de variedades, un género en extinción. Pero hay más que eso en una historia cargada de brillo y decadencia.

Follies es un juego especular de sueños y decepciones que logra arrancarnos una sonrisa prolongada. El viejo teatro Weissman, que cierra para convertirse en párking y en el que se reúnen para verse una vez más sus viejas estrellas, es el edificio de la vida, como lo era el de otro reciente homenaje crepuscular a la vida entre bambalinas, Tórtolas, crepúsculo y telón, de Nieva. Phillis y Benjamin, y Sally y Buddy, un juego de dobles parejas heridas por un pasado imperfecto, lleva el peso de la historia.

“El amor tiene la desagradable costumbre de desaparecer”, cantaba John Lennon, y eso les ha pasado. Magníficos, por igual, los cuatro protagonistas, con una inmensa Vicky Peña, pero también Carlos Hipólito y los menos conocidos en Madrid –injustamente–, Muntsa Rius y Pep Molina, un cuarteto de lujo que lo hace todo bien.

Una historia cargada de nostalgia, crueldad y resignación cantada por un maestro que hace musicales que no parecen musicales, Stephen Sondheim

Aunque, como buen homenaje, Follies reserva sus cinco minutos de gloria a todo el mundo, y en el largo reparto se descubre no sólo que Mario Gas dirige bien –muy bien–, sino que elige con bueno ojo: ver a Asunción Balaguer derrochar energía pese a su edad es un lujazo, como disfrutar del papelón de vedette francesa de Mónica López. No caben todos, y son muchos: Mamen García, Lorenzo Valverde, Linda Mirabal, Teresa Vallicrosa… Hay escenario para dar y tomar y saben brillar juntos (sobre todo, juntas), en números como “Qué bellas son”. Sin olvidar al cuarteto “junior”, los Phyllis, Ben y compañía de juventud a los que nos lleva Sondheim y que Mario Gas entrelaza con el resto en una feliz unión de pasado y presente. Marta Capel, Diego Rodríguez, Julia Möller y Ángel Ruiz encajan y funcionan a la perfección.

Se puede hacer otro tipo de gran musical, sin faltar a la calidad pero sin ceder a la complacencia del mercado. Y se puede hacer con presupuestos menores, como ya demostró Gas con otro Sondheim fabuloso, Sweeney Todd. La única pega que se le puede poner –por poner alguna– es que el libreto de Goldman tenga un algo de folletín. Y que no vaya a poder verlo todo Madrid. Desde aquí una invitación al Español: prorroguen. Este espectáculo debe continuar.


Libreto: James Goldman. Música y letras: Stephen Sondheim. Dirección: Mario Gas. Director musical: Pep Pladellorens. Orquesta Manuel Gas. Intérpretes: Vicky Peña, Montse Rius, Carlos Hipólito, Pep Molina, Asunción Balaguer, Massiel, Lucía Mirabal, Teresa Vallicrosa, Mónica López, Carmen Conesa, Lorenzo Valverde, J. Ruiz, Mamen García, Mario Gas, Marta Capel, Diego Rodríguez, Julia Möller, Ángel Ruiz, Diego Rodríguez, Josep Ruiz, Gonzalo de Salvador… Teatro Español. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Febrero 2012).

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