Rodrigo García, qué cruz

GÓLGOTA PICNIC

Marcharse de un espectáculo de Rodrigo García no tiene nada de particular. Hombre, quizá hacerlo a los diez segundos de que haya comenzado la cosa, como hizo un espectador en la función que vio quien firma, sea un pelín exagerado. Para eso, se queda uno en casa. O, si se ve venir el bodrio, se aguanta un poco, diez minutillos por ejemplo, para llegar hasta el momento en el que el autor y director empieza a insultar a Cristo a través de sus actores. Que es tanto como decir que lo hace él mismo, porque Gólgota Picnic es un oratorio a cinco voces herético («yo soy el ángel caído», provoca el hispanoargentino) sobre la religión cristiana, su nueva obsesión después de años de investigar teatralmente con feroces autopsias del capitalismo y el consumismo.«Loco», «primer demagogo», «que se sepa que no trabajó nunca», «era un puto demonio», «acabó en la cruz y se lo merecía», «era pirómano» y «fue el mesías del sida» son algunas de las provocaciones que el autor le dedica a la figura de Jesús en este montaje, su debut en el Centro Dramático Nacional, el principal teatro público español.

Claro que el espectador que se marchó a los diez segundos –le seguirían otros once o doce, a juzgar por el ruido delator de las butacas en una sala a medio aforo–, con más paciencia aún podría haber llegado a la escena en la que tres de los esforzados y entregadísimos actores del montaje imitan la crucifixión, brazos en alto; o a otra en la que uno de ellos mete un fajo de billetes en la célebre herida del costado –un bolsillo con cremallera– del Nazareno.

Gólgota Picnic es un oratorio a cinco voces herético («yo soy el ángel caído», provoca el hispanoargentino) sobre la religión cristiana, su nueva obsesión

Rodrigo García parece querer demoler la figura de Cristo, convertido en paracaidista en caída libre en un interminable vídeo. Claro que todo parece molestarle: no se salvan de sus iras el «brunch», los «soplapollas biológicos», los ricos (aunque es curiosa su reflexión sobre la inteligencia del millonario), el Museo del Prado, que él quemaría… Vale, ya sabemos que directores como García trabajan con la provocación, pero es que uno llega a pensar que, como él mismo dice, «nada que os guste me gusta a mí».

Otra butaca más: a alguien no le ha gustado la simulación de la sábana santa hecha con pintura después de un enérgico revolcón de tres cuerpos embadurnados por todo el escenario (estas cosas le gustan al director, que se autoplagia: unas veces es con miel, otras con barro, esta vez tocaba pintura…).

Si estos espectadores se sintieron agredidos en su fibra cristiana (estaría bien ver alguna transgresión sobre el Islam, Mahoma o el Corán, ¿alguien se atreve?), otra sensibilidad, supongo, movió a los que se levantaron al aparecer en la enorme pantalla que corona la escenografía una especie de Big Mac de tres pisos hecho con gusanos vivos; o, poco después, cuando un actor devoró de forma bastante asquerosa –primer plano de la comida en su boca– una hamburguesa (por lo menos, no era la de los gusanos).

Estos destellos no sirven para salvar un largo y tedioso espectáculo que aborda los tópicos más típicos. El goteo de espectadores siguió hasta el final.

Como siempre, Rodrigo García deja algún momento curioso: la llamativa escenografía –un manto de panecillos de hamburguesa que cubre el escenario–, el juego de reflejos en unas gafas de sol a su vez dentro de una proyección, o su divertida digresión sobre el perro de Reubens, en un montaje repleto de referencias cultas (el autor viaja de Memling a Giotto y Bach).

Pero estos destellos no sirven para salvar un largo y tedioso espectáculo que aborda los tópicos más típicos. El goteo de espectadores siguió hasta el final. Un final que es, por cierto, un hermoso concierto de Haydn, la pieza que inspiró el montaje y que iba a ser su título original: Últimas siete palabras de Cristo en la cruz. O sea, que tenemos una hora y media de teatro –con todas las oportunas comillas– y una hora de concierto. Sorprendente y atrevida apuesta, si no fuera por tener que verle el culo durante esa hora al pianista, Marino Formenti, que la interpreta desnudo. Y muy bien, por cierto. Nada en contra ni a favor de su trasero, no me entienda mal, señor Formenti. Es que es difícil apreciar la oscura melancolía y la divina humanidad de esos bellísimos nueve movimientos y a la vez esforzarse por mirar al tendido.


Texto: Rodrigo García. Puesta en escena: Rodrigo García. Intérpretes: Gonzalo Cunill, Núria Lloansi, Juan Loriente, Juan Navarro, Jean-Benoît Ugeux. Iluminación: Carlos Marquerie. Vídeos: Ramón Diago. Teatro María-Guerrero. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Enero 2011).

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