Fines y medios

EL GRITO

“Una historia sobre la verdad”. Así se presenta, desde su subtítulo, El grito, montaje de Itziar Pascual y Amaranta Osorio que recala en el Teatro Fernán Gómez. Y es cierto. Es justamente eso: un montaje sobre una mujer que dice la verdad y a la que nadie cree. También una historia inspirada en algo que fue verdad. O, dicho de otro modo, “basado en hechos reales”, ese manido eslogan del cine. Casi documental, El grito bebe de un drama vivido hace apenas unos años por una mujer canaria. El fin es noble. Vivimos tiempos en los que toca dejar de callar. El problema con El grito, sin embargo, no es que su fin no sea justo, sino que fallan sus medios.

No todo sirve en teatro. No basta con tener una buena historia, incluso si es la de una injusticia, que pueda conmover, indignar y hacernos sentir empatía. Hay que hacer de eso materia teatral. Darle forma dramática, porque a veces la sustancia de la realidad es gris, aburrida, inane, por más que pueda ser interesante si se aborda de forma periodística o documental. E incluso así, todo buen documentalista sabe que también en ese género la forma, la estructura, es esencial.

Llama la atención así que una pareja de dramaturgas de larga carrera como son la española Pascual y la mexicana Osorio (ya habían firmado juntas antes un tríptico de obras sobre mujeres, la Trilogía de las Luciérnagas), que conocen los mecanismos de la narración y del diálogo, del arte de hacer teatro en definitiva, entreguen esta historia hilada por una sucesión de escenas y diálogos correctos pero sin especial brillo. Lo acompaña una dirección, a cargo de Adriana Roffi, que peca de lo mismo: falta de ideas que enamoren. Qué abismo entre esta propuesta y otra también sobre una mujer y un calvario judicial, incluso más ceñida al documental, pero plena de intención lúdica, de riqueza y de imaginación escénica: aquella Jauría de Casanovas y Del Arco.

Qué abismo entre esta propuesta y otra también sobre una mujer y un calvario judicial, pero plena de intención lúdica, riqueza e imaginación escénica: aquella ‘Jauría’ de Casanovas y Del Arco

La atonalidad impregna incluso al reparto, que sostiene el peso de la obra. Sobresalen la protagonista, interpretada con fuerza, ternura y rabia por Nuria García; la madre de esta, a la que da vida con un halito de poesía y tristeza una estupenda Ana Fernández; y la abogada a la que encarna Lucía Barrado. Correctos en sus papeles antagonistas -curioso que todos los hombres de esta función encarnen la incomprensión, la locura, los celos, el egoísmo o la mezquindad- José Luis Alcobendas y Alberto Iglesias. Y llamativamente inadecuados, muy lejos de unos mínimos aceptables, Óscar Codesido y Carlota Ferrer, que encarnan al novio de la protagonista y a la jueza del caso.

Me atrevo, a riesgo de equivocarme, a pensar que las responsables de este montaje debieron pensar que el material que tenían entre manos eran tan poderoso que la sola historia sería suficiente. No es así. El espectador de teatro exige una experiencia transformadora, un viaje, un vuelo. Nada de eso hay en este espectáculo.

El grito’ cuenta un caso tremendo, el de una joven que, tras someterse a un proceso de fecundación asistida y quedarse embarazada, es abandonada por su pareja, quien se desentiende de la paternidad

Así, lo más interesante sigue siendo lo que ya existía fuera del escenario: la historia. El grito cuenta un caso tremendo, el de una joven que, tras someterse a un proceso de fecundación asistida y quedarse embarazada, es abandonada por su pareja, quien se desentiende de la paternidad alegando que la joven le ha sido infiel. Sabedora de su inocencia, comienza una larga lucha judicial para demostrar, sin apenas pruebas, que hubo un error de la clínica en la que se sometió al tratamiento. Nadie la cree, ni siquiera su propia abogada al comienzo. Mientras tanto, pasa el tiempo, y la joven tendrá que sacar adelante a sus mellizos sola, sin trabajo, apestada socialmente y haciendo frente al deterioro de la salud mental de su madre.

Haré un spoiler en este párrafo. Van advertidos, aunque es material de hemeroteca: la joven, pese a todo, acabó ganando el caso y le arrancó una merecida indemnización a la clínica, que le había destrozado la vida al inseminarla por error con espermatozoides de un desconocido.

El grito es así una historia de lucha, de verdad, efectivamente, de procesos legales y de justicia, que no siempre son la misma cosa. Aspira a ser también una reflexión, en la época del #MeToo, sobre la víctima y la carga de la prueba -“mientras haya mujeres a las que no se las cree, se escuchará un grito”, nos dice-, algo que enlaza con la actualidad más rabiosa. Pero este es su punto argumental más débil. Por más necesario que es que se haga justicia en casos como el de la protagonista, proponer que cualquier testimonio sea válido solo por el sexo del demandante es una subversión de una “fruslería” llamada presunción de inocencia. Quizá les suene.

Con todo y pese a sus fallos, El grito es un montaje de intención noble, una historia que merecía ser contada y con la que, matices de fondo e importantes cuestiones de forma aparte, solo se puede estar de acuerdo, salvo que se tenga hielo en la sangre.


Autoras: Itziar Pascual y Amaranta Osorio. Directora: Adriana Roffi. Intérpretes: Nuria García, Ana Fernández, Lucía Barrado, José Luis Alcobdendas, Óscar Codesido, Alberto Iglesias, Carlota Ferrer. Escenografía: Anna Tussell. Iluminación: Paloma Parra. Vestuario: Paula Ventura. Maquillaje y caracterización: Chema Noci. Audiovisuales: Elvira Ruiz Zurita. Teatro Fernán Gómez. Madrid.

 

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