Cien años de iniquidad

LA CASA DE LOS ESPÍRITUS

Probablemente, La casa de los espíritus sea, junto a Cien años de soledad, el mayor exponente de lo que podríamos llamar literatura de grandes sagas familiares sudamericanas. La primera, uno de los pilares del boom, creo escuela con su publicación en 1967: el realismo mágico. La segunda, posterior, bebe algo de esta misma corriente, aunque tiene un pie más anclado en el realismo que en lo mágico, y se adentra en su tramo final en el golpe de Estado contra Allende y en el terror del régimen de Pinochet y la Junta Militar.

Las dos coinciden en ser novelas de compleja adaptación. Con la obra maestra de García Márquez aún no se ha atrevido nadie. A la gran opera prima que convirtio en novelista superventas a Isabel Allende -sobrina del malogrado presidente chileno- ya le había hincado el diente Hollywood. También alguna producción teatral fuera de España. Su carácter más melodramático la hace quizá más propensa a la adaptación, aunque como gran saga, no deja de ser una aventura compleja.

Tiene valor y mérito esta producción del Teatro Español que dirige Carme Portaceli, por la complejidad de la adaptación y por el buen resultado logrado, un montaje que, con sus claroscuros, supone una digna versión escénica de la historia de los Trueba y los Del Valle.

Tiene valor y mérito esta producción del Teatro Español que dirige Carme Portaceli, por la complejidad de la adaptación y por el buen resultado logrado, con sus claroscuros

El montaje de Portaceli, ambicioso e inevitablemente amplio -alcanza las tres horas, aunque estas no se hacen largas-, arranca algo titubeante pero tiene soluciones y propuestas escénicas de fuerza y acierto estético en su tramo final. Con un escenario abierto y sillas dispuestas alrededor, los protagonistas son presencias constantes que observan el devenir de los hechos, desde los comienzos con la unión de ambas familias y los hechos de los bisabuelos Trueba y Del Valle hasta la dictadura de los militares en los años 70.

Presencias como las que Clara del Valle, personaje seráfico ya desde su nombre -las mujeres de la familia ofrecen la luz en este sentido, Clara, Blanca, Alba…- que predice el futuro y habla con los muertos, una bella presencia etérea que quedará unida a la vida telúrica y colérica de Esteban Trueba, terrateniente hecho a sí mismo que representa a toda una clase social. Isabel Allende retrató a través de las gentes y sucesos de una hacienda los males del caciquismo y el capitalismo descontrolado: abusos a los trabajadores, violaciones, egoísmo y corrupción. Esteban Trueba es quizá un cliché, pero sin duda ha habido muchos como él a lo largo de la historia.

Isabel Allende retrató a través de las gentes y sucesos de una hacienda los males del caciquismo y el capitalismo descontrolado: abusos a los trabajadores, violaciones, egoísmo y corrupción

En esta versión, Trueba tiene la voz, presencia y formas de Francesc Garrido, que le imprime una fuerza sanguinolenta, un poder que nace de la ira y a la vez una personalidad perfectamente definida en gestos -su cojera, sus ademanes característicos…- perfectamente creados por el actor. Es lo más destacado de un reparto correcto aunque sin llegar a emocionar. A Carmen Conesa, actriz de talento y tablas, le pega poco o nada la niña mística que es Clara del Valle al comienzo, aunque la defiende lo mejor que puede y gana según avanzan la función y el personaje.

La sensación es que lo que tiene de acierto estético esta propuesta de Portaceli -el vestuario firmado por Carlota Ferrer o la escenografía de Paco Azorín– y lo que suma de manejo del reparto, movimiento escénico y concepción de cada escena, se deshincha en lo que al trabajo del texto se refiere con los intérpretes. Jordi Collet e Inma Cuevas dan vida a la primera generación de los Del Valle, víctimas de un desgraciado accidente, y la misma actriz encarna a Blanca, nieta de esta e hija del patriarca Trueba. Hay un tono adecuado en sus trabajos, aunque tanto a ellos como a prácticamente todo el reparto, desde David Fernández “Fabu” y G. Serrano, que interpretan a Nicolá y Jaime, hermanos de Blanca, hasta Miranda Gas (Alba, la cuarta generación de los Trueba-Del Valle, que habrá de sufrir secuestro y torturas en el golpe de Estado), les falta ese punto necesario para emocionar. Sus personajes carecen de la potencia del patriarca o la madre que ve espíritus, y acaso la adaptación de Anna María Ricart, que acierta en la claridad del relato, les deja textos con los que es complicado impactar de verdad.

Pese a su imperfección, esta Casa de los espíritus busca la verdad escénica y respira en momentos bellos (los indios de la hacienda convertidos en piña frente al patrón o la fuerza de las escenas finales con los torturadores, por citar algunos). En conjunto, deja la impresión de haber logrado llevar a buen puerto la difícil adaptación de una novela emblemática.


Autora: Isabel Allende. Dramaturgia: Ana Maria Ricart y Carme Portaceli. Dirección: Carme Portaceli. Adaptación: Ana Maria Ricart. Intérpretes: Jordi Collet, Carmen Conesa, Inma Cuevas, David Fernández “Fabu”, Gabriela Flores, Francesc Garrido, Miranda Gas, Borja Luna, Pilar Matas y Guillermo Serrano. Escenografía: Paco Azorín. Iluminación: David Picazo. Vestuario: Carlota Ferrer. Música original y espacio sonoro: Jordi Collet. Vídeo: Miquel Àngel Raió. Sonido: Pablo de la Huerga. Coreografía y movimiento: Ferrán Carvajal. Teatro Español. Madrid.

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