Solo bellos instantes

FAUSTO

“Instante, detente, eres tan bello…”, susurra hipotéticamente un Fausto hastiado de no encontrar el deleite en el mundo. Al fin, el sabio, al que le falta un buen curso de eso que ahora llamamos inteligencia emocional, cae víctima de lo pactado con el diablo. Fausto se ha vendido por el conocimiento, ha desdeñado el amor y empujado a Margarita a la muerte. En el viaje último del protagonista de la obra de Goethe, el director Tomaž Pandur rodea al filósofo, teólogo y erudito de montañas y valles románticos, proyecciones “friedrichianas” de una melancolía feroz mientras la música del dúo Silence impregna de poderosas notas el aire de la sala.

Pandur ha detenido el instante como lo hizo previamente al presentarnos la mente en ebullición tormentosa del protagonista impresa en movimiento sobre una escenografía de cemento salpicada de magia audiovisual –hipnótico el trabajo de Dorijan Kolundzija– o al hacer a Fausto pactar con su sangre con Mefistófeles. Esos momentos, y algún otro, de magnetismo plástico descubren el talento de un director único para deslumbrar con la puesta en escena. Sangre y tiza, humo e incienso, sudor y máscaras inquietantes componen el imaginario sensorial de Pandur, un mundo propio y fascinante que abarca lo visual, lo auditivo, lo olfativo incluso.

Pandur entiende el teatro como acto estético, pero se olvida de su vida, su latido. Empieza por destrozar algunos de los textos que caen en sus manos para extraer de ellos lo que le interesa, resultando incomprensibles

¿Por qué entonces uno no puede sacudirse la sensación de sopor, de “déjà vu” y de escepticismo tras ver este Fausto producido por el CDN? Al margen de las tres horas de duración –con descanso– de una función que arranca a las 20:30 (es lo que tiene la defectuosa insonorización del Teatro Valle-Inclán: no permite empezar antes porque el sonido de la función de la sala pequeña, que empieza a las 19:00, invade el de la principal), y de que Pandur se repita –y hasta se copie a sí mismo–, cosa que hace todo creador en mayor o menor medida, Fausto compendia las mejores virtudes, ya citadas, que tenían montajes como Infierno, Barroco o Hamlet, y sus peores defectos.

Pandur entiende el teatro como acto estético, pero se olvida de su vida, su latido. Empieza por destrozar algunos de los textos que caen en sus manos para extraer de ellos lo que le interesa, resultando incomprensibles. El destrozo que en 100 minutos era llamativo en Fausto es extremo: quien no haya leído a Goethe no entenderá ni “mú” de  una puesta en escena que sustituye la narración por la nota al margen verbal, como si el público necesitara de la clarividencia del director. ¿Qué tal en vez del adoctrinador «esta escena nos habla de…» hacer que el respetable lo entienda por sí solo?

Consumado el texticidio, queda ocultar el cadáver, y el reparto, hay que reconocerlo, hace lo que puede con esfuerzo y un derroche de talento: desde Roberto Enríquez, un más que entonado Fausto, al Mefistófeles plagado de matices de Víctor Clavijo, pasando por los acertados trabajos de Emilio Gavira, Ana WagenerPablo Rivero o Marina Salas, sometidos a una deconstrucción de personajes caprichosa por Lidija Pandur, artífice de la dramaturgia junto a su hermano. Todo, eso sí, muy hermoso.


Versión: Livija Pandur, Tomaž Pandur y Lada Kaštelan, a partir la obra de J. W. Goethe y otros estudios y obras. Dramaturgia: Livija Pandur. Dirección: Tomaž Pandur. Escenografía: Svemn Jonke (Numen/For Use). Intérpretes: Roberto Enríquez, Víctor Clavijo, Emilio Gavira, Ana Wagener, Marina Salas, Pablo Rivero…  Vestuario: Felype de Lima. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Teatro Valle-Inclán. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Diciembre 2014).

Estrellas Volodia

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