Cuadro flamenco con cabra y quejío

TEREBRANTE

Expectación ante lo nuevo en Madrid, tras su estreno en Temporada Alta, de Angélica Liddell, creadora que arrastra una cla de fieles y curiosos allí donde va, consagrada por Avignon y Venecia, Caballero de la Orden de las Artes y las Letras francesa y pope de las artes vivas. Tanto que el Festival de Otoño se permite programarla lejos de Madrid, en el Teatro Auditorio de San Lorenzo de El Escorial -fabuloso espacio, por cierto-, consciente de que hasta allí la seguirá el “lleno”. Tanto que, acaso sabiéndose en otro escalón, decide dinamitarlo todo, tirar la casa por la ventana y prescindir de cualquier vestigio de lo previsible, de lo convencional, algo normal en su obra y en la de cuaquier creador que se precie, pero que Liddell lleva aquí al extremo, empezando por el texto. Y siguiendo, posiblemente, por el público.

En Terebrante, Liddell posa sus reflexiones en el flamenco. En concreto, en la figura de Manuel de los Santos Pastor, Agujetas. Algunas declaraciones del desaparecido cantaor proyectadas -con una maravillosa filosofía iletrada, casi lo mejor de la función- son el único aporte textual del montaje, en el que Liddell, en silencio, se entrega a la performance pura y dura, acciones escénicas que, supuestamente, orbitan en torno a la verdad del flamenco y al dolor como motor de la creación. El dolor ha acompañado a Liddell en toda su obra. No habría Liddell sin dolor. Dolor, incomprensión, vacío, necesidad de acuchillarse el alma y las piernas… Pero parece que esta vez le ha fascinado el dolor del flamenco.

Como apuesta creativa, levantar un espectáculo sobre el flamenco en el que no se escucha ni una nota de este arte, ni una seguiriya, ni una soleá, es algo que solo una artista muy segura de sí misma puede hacer

Hay que reconocerle a Liddell la valentía: como apuesta creativa, levantar un espectáculo sobre el flamenco en el que no se escucha ni una nota de este arte, ni una seguiriya, ni una soleá, ni dos acordes de unos tangos o unos tientos, ni un mal garrotín o un mirabrás que llevarse a la boca, es algo que solo una artista muy segura de sí misma puede hacer. Sí, hay música aquí y allí en Terebrante, pero salta de los muros de sonidos guitarreros (una escena con repeticiones mientras una bomba de rasgados a lo Sonic Youth machaca los oídos) a la ópera.

El resto: una hora y pico de acciones planas, como ver a Sindo Puche, partenaire escénico de la creadora desde sus comienzos, llevarse de la mano a su compañera de escena Saité Ye caracterizado como un  gitano más cercano a la imagen del Cigala que a la de Agujetas, o a la propia Liddell y a Ye ejercer un ritual de repeticiones “sincopadas” en torno a un macho de cabra hispánica disecado. La imagen de un puñado de guitarras descolgándose del techo aporta algo de fuerza; tras varios bamboleos en torno a Liddell, solitaria en el escenario, los instrumentos caen hasta hacerse trizas.

Otras acciones pecan de previsibles, de muy trajinadas, como el festival de líquidos en los que se reboza al final, un recurso ya muy machacado por la escena alternativa en los últimos veinte años

Otras acciones pecan de previsibles, de muy trilladas, como el festival de líquidos en los que se reboza al final, un recurso ya muy desgastado por la escena alternativa en los últimos veinte años. Ver a Liddell jugar a la provocación con su cuerpo invita al suspiro por lo que a día de hoy tiene de cándido: la artista que provocaba con sus bragas por los tobillos a comienzos de siglo sigue bajándoselas para fumar con el coño, zapatear semi desnuda u ofrecer al público una vista de su culo. Nadie, por supuesto, se escandaliza hoy con esto. O quizá sí, pero a esos espectadores nunca los verán en este tipo de espectáculos. Su público fiel parece hastiado y, si en El Escorial se escucharon bravos y ovaciones de los entusiastas, sin duda fueron minoritarios. El patio de butacas quedó frío, con un aplauso moderado y protocolario. Y esto, cuando hablamos de Liddell, no es lo habitual.

Quizá hasta para el público festivalero esta escena de Cigala, Niña del Quejío y cabra sin gota de flamenco, este todo vale porque entra en el precio de la etiqueta “Liddell” empiece a no ser suficiente. O quizá sea yo, que cada vez añoro más a la dramaturga que conmovía a las sombras y a la actriz que arañaba el alma en aquel lejano Tríptico de la aflicción, cuando no trataba de impartir lecciones de dolor y se contentaba con arrojar sus demonios a un escenario.


Texto, dirección, espacio y vestuario: Angélica Liddell. Intérpretes: Angélica Liddell con la participación de Saité Ye, Gumersindo Puche y Palestina de los Reyes. Con la participación de: Juan Aparicio, Thomas Sgarra, Philomene Troullier. Iluminación: Carlos Marquerie. Sonido: Antonio Navarro.Teatro Auditorio San Lorenzo de El Escorial. Festival de Otoño. San Lorenzo de El Escorial (Madrid).

Estrellas Volodia

2 respuestas a «Cuadro flamenco con cabra y quejío»

  1. Buen artículo. Hay una cuestión que he visto en otras críticas y reseñas que me parecen que habría que exponer ¿Es posible que Angélica hiciera dos interpretaciones diferentes en El Escorial, es decir, previsiblemente la del día 1 que apunta a que ésta es la crítica a la que se refiere el autor de la crítica y otra la del día 2, la del baile final a lo Camela, invitando al público a unirse a su fiesta? Simplemente Angélica estuvo sublime.

    1. Gracias, Ramón. Es posible lo que comentas, no tengo esa información. Desde luego, no fue así en la función que yo vi. Un saludo.

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