La estirpe de Caín

 LULÚ

Hace años cayó en mis manos un libro ameno y provocador: La Biblia al pie de la letra. Lo escribía A. J. Jacobs, un norteamericano que vivió durante un año siguiendo las instrucciones de ese volumen fascinante y repleto de contradicciones por el que se guían espiritualmente millones de cristianos. Un poco de literalidad, del Génesis al pie de la letra, hay en esta Lulú, título evocador de historias antiguas, de femmes fatales y Babilonias contemporáneas, que se convierte en un pestañeo en una historia sobre el discurso del género y la violencia sobre la mujer. Su mejor baza es la hábil dramaturgia y la brillante carpintería teatral de Paco Bezerra.

El dramaturgo almeriense sigue además, paso a paso, obra a obra, construyendo su propio universo coherente y autorreferencial con este texto en el que la simbología es obvia pero eficaz. Manzanas, serpientes, huertos, heridas… Todo aboca a la lectura radical: el espectador se adentra en un relato primigenio reflejado en un contexto contemporáneo. Aunque, como en la religión, nada es lo que parece y el misterio reserva sorpresas.

“Lulú” nos enfrenta al mal, al Génesis, al Edén y al deseo, a la hembra como tentación, a la pérdida de la inocencia, pero es todo un gran truco de magia, una trampa teatral con giro copernicano final para desmenuzar prejuicios, si bien el espectador atento habrá ido recogiendo las pistas, arrojadas como migas de pan por el dramaturgo y el director a lo largo de la obra.

“Manzanas, serpientes, huertos, heridas… Todo aboca a la lectura radical: estamos ante un relato primigenio reflejado en un contexto contemporáneo”

Desde el comienzo cabe sospechar de los elementos masculinos/fálicos que mueven a los personajes : motores y armas. También de lo irreal, lo onírico de este cuento macabro que tanto comparte con Dentro de la tierra. En aquel otro texto de Bezerra había también una plantación con padre e hijos, un árbol sagrado y un fruto prohibido -los tomates y Farida-, un elemento religioso/supersticioso -allí una curandera, aquí un predicador-, una habitación de Barba Azul y una sospecha que no se concretaba. Lulú, con un final y una tesis mucho más definidos, se erige en alegato feminista. Cumple, pues, sin ambigüedad alguna con los cánones del momento para satisfacción de muchos y muchas.

Entre esas pistas arrojadas, la principal es el registro ofrecido por María Adánez (¿impuesto?, ¿consensuado?) con su femme fatale, un tono de Lolita oscura, de seductora etérea, llevado al extremo. Un extremo que se le va de las manos. Cierto que el giro de la obra acaba aportando la explicación por contraste -no me pidan más aclaraciones, estoy ya andando de puntillas por el filo del destripe argumental y me arriesgo a destrozar el misterio-, pero incluso así el subrayado de Adánez tiene algo de farsa, de novia de la Hammer invadida por los ultracuerpos.

 “Lulú, con un final y una tesis definidos, se erige en alegato feminista. Cumple pues sin ambigüedad alguna con los cánones del momento para satisfacción de muchos y muchas”

La historia retuerce la credibilidad y viaja de un maniqueísmo a otro, pero resulta interesante (insisto, contaré hasta donde se puede). Todo lo salva el juego de perspectivas y símbolos que tan hábilmente construye el dramaturgo, que nos habla de la estirpe de Lilith y de la de Caín. Los que nos consideramos más descendientes de Abel (por no decir del mono de Darwin, pero ése es otro cantar) nos sentimos entre fuegos cruzados, una guerra entre dos pecados originales, aunque hoy en día empiezan a no serlo ya tanto (originales).

Bezerra nos presenta a un agricultor viudo, Abelardo, que encuentra a una misteriosa joven que aparece un día en sus terrenos semidesnuda e inconsciente. Junto a sus dos hijos, la acogerá y cuidará.

Desde el primer momento, la chica vampirizará sus vidas, jugará con sus deseos y volverá sus cabezas del revés. Hasta que un predicador local entra en juego para hablarles a los tres hombres de Adán y Eva, de la creación, de la primera mujer de Adán. Del error, el mal y la tentación.

Obligados a transitar y habitar en una ensoñación, Armando del Río (el padre) y César Mateo y David Castillo (los hijos), componen trabajos correctos pero sin demasiado interés, quizá porque el laberinto de Bezerra es perverso con sus criaturas masculinas, a las que maltrata y no presta demasiada atención, salvo al padre, que narra su tragedia familiar al principio arrastrando su mala estrella por oratorios repletos de advertencias: la verja, el hacha, la manzana.

“Lulú vampirizará las vidas de los tres hombres, jugará con sus deseos y volverá sus cabezas del revés. Hasta que un predicador local entra en juego para hablarles de Adán y Eva”

La ambientación que propone Luis Luque, director habitual de los textos de Bezerra, tiene ideas hermosas. La puesta en escena está presidida por un viejo arcón, que sin duda hace pensar en un altar, y con una escenografía que Mónica Boromello completa con unos paneles móviles traseros. Una niebla constante incide en la irrealidad, lo ritual y lo inquietante.

Donde empieza el espectador a arquear las cejas es en la recreación de los personajes. Amancio y sus hijos viven en algún lugar de la España rural dedicados a su explotación agrícola, pero tienen más de hípsters de La Latina que de brutos rurales. El predicador polvoriento (Chema León) es claramente un habitante de la iconografía americana. Aunque resultaba extravagante, la superchería encarnada en Julieta Serrano de Dentro de la tierra era más cercana a nuestra España que esta criatura del reverso de la Ruta 66. ¿Dónde hay sacerdotes así?

 “Amancio y sus dos hijos viven en algún lugar de la España rural dedicados a su explotación agrícola, pero tienen más de hípsters de La Latina que de brutos rurales”

Diría que el vestuario de Beatriz Robledo ha viajado lejos de nuestras fronteras. Y, si bien es cierto que esta Lulú podría entenderse como una pesadilla universal, fácilmente imaginable en Austria, México o Minnesota, la acotación de los nombres parece asegurarnos que estamos ante un relato español. Un cuento de Caperucita invertido que me atrevería a situar en Murcia -por las huertas- o en las plantaciones de Almería, esas tierras tan cercanas a la vida y la obra de Bezerra.

El resultado final del conjunto no refuerza la prometedora premisa de la dramaturgia. El cielo deberá esperar.


Autor: Paco Bezerra. Dirección: Luis Luque. Intérpretes: Armando del Río, María Adánez, César Mateo, David Castillo, Chema León. Escenografía: Mónica Boromello. Iluminación: Felipe Ramos. Vestuario: Beatriz Robledo. Música original y espacio sonoro: Mariano Marín. Teatro Bellas Artes. Madrid.

Estrellas Volodia

2 respuestas a «La estirpe de Caín»

  1. Creo que tus críticas no tienen ninguna validez. En lugar de honestas, dejan evidencia de alguien que quiere hacerse el listillo, a modo de comentarios gratuitos y porque sí.

    1. Hola Antonio, es una opinión como cualquier otra. Muy “constructiva” desde luego… Nada más lejos de mi intención que “hacerme el listillo”, pero se ve que le has dado vueltas al asunto y que debes de saber lo que pasa por mi cabeza y por mi corazón, ya que cuestionas mi honestidad y me llamas “listillo”. Esto es una web de crítica teatral: ejercer la criticar implica opinar, valorar, evaluar, sopesar y también, aunque mucha gente no lo entienda, un cierto grado de creación literaria en sí mismo -sin grandes pretensiones, lo justo para no aburrir a las ovejas-. Me pregunto si es que te ha molestado algo en mi crítica a “Lulú”… Siento curiosidad, de veras. Un saludo.

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