Tomatina almeriense

DENTRO DE LA TIERRA

Una civilización, un océano, un desierto de formas geométricas imperfectas pero constantes. La vista imagina todo tipo de posibilidades, más aun cuando se acaba de ver, el día antes, la impactante Blade Runner 2049. Pero toca hablar ahora de teatro y de algo que nada tiene que ver con la ciencia ficción. Puestos en fila uno detrás de otro, las líneas de plásticos llegarían a Bruselas. Eso dice un personaje. Siempre me ha llamado la atención el paisaje almeriense de los invernaderos y las plantaciones cubiertas de lonas. Lonas blancas, grises y transparentes, limpias o polvorientas, kilométricas en cualquier caso. De lejos parecen el plan maquiavélico de algún villano de película. Uno empieza a divisarlas según enfila la autovía del Mediterráneo hacia el sur -si viene como yo, desde Madrid- al rato de dejar Murcia atrás, y viajando hacia el Cabo de Gata se convierte en norma. Ese paisaje artificial ha dado pie ya a tragedias reales, como los disturbios que se vivieron hace unos años en El Ejido, y a series de ficción televisivas -el thriller Mar de plástico-. El teatro, como otras veces, estuvo más rápido en tomarle el pulso a la vida real que otras artes.

“Puestos en fila uno detrás de otro, las líneas de plásticos llegarían a Bruselas. Eso dice un personaje”

Lo hizo Paco Bezerra, un autor pujante y que sin duda conoce bien aquello. El almeriense se dio a conocer en los escenarios con obras incómodas como Grooming, que trataba del acoso sexual, y luego demostró su versatilidad en comedias sombrías como El Sr. Ye ama los dragones. En esta última ya latía, aunque en formato ligero, una mirada preocupada al laberinto social de la inmigración. Pero antes incluso había escrito Dentro de la tierra, un texto premiado en 2007 con el Calderón de la Barca y en 2009 con el Nacional de Literatura Dramática, y estrenado en la RESAD y en producciones extranjeras antes de llegar al Centro Dramático Nacional en este nuevo montaje que dirige Luis Luque. En Dentro de la tierra, Bezerra se pone algo trágico y lorquiano. Parece que sacudirse el polvo del desierto es complejo cuando se tiene Bodas de sangre tan metido en el ADN. Nota al margen: es curioso que vengan a coincidir en cartelera del CDN ambos textos: esta semana Pablo Messiez estrena su visión de la gran tragedia cortijera del poeta de Fuente Vaqueros.

En principio, ambas obras, la de Lorca y la de Bezerra, no tendrían por qué parecerse más que un huevo a una manzana, o un tomate cherry a uno raf, si se quiere. Pero sí, en ambas late una tragedia orgánica, ligada a la tierra y a la sangre, una mística de lo inevitable, una tensión sexual que contraviene la rigidez de las estructuras familiares y, en el fondo, una tristeza infinita en la mirada a una tierra que parece que se hubiera quedado estancada en el tiempo. La pregunta es inmediata: sin duda en tiempos de Lorca aquella era la realidad de las cortijadas. De hecho, Bodas de sangre se inspiró en hechos reales ocurridos en 1926 en el término de Níjar. Pero hoy, en 2017, ¿existen personajes como los que dibuja Bezerra?

Bodas de sangre se inspiró en hechos reales ocurridos en 1926 en el término de Níjar. Pero hoy, en 2017, ¿existen personajes como los que dibuja Bezerra?”

Veamos: José Antonio, el mediano de tres hermanos, se pasea en tirantes y le falta rebuznar. Es el macho alfa y básico del lugar, el perfecto heredero de los intereses del padre, un agricultor y pequeño terrateniente. Para ambos, obtener la variedad perfecta de tomate que rompa récord de precio en el mercado es una obsesión, una razón de ser en sí misma. Sus vidas se reducen a eso: una existencia fanática amortajada por el paisaje de plásticos. Desprecian a los inmigrantes que trabajan para ellos y se emplean si hace falta con descarnada falta de humanidad con ellos cuando alguno osa pisar la habitación prohibida de la mansión de Barba Azul: el invernadero restringido. El  hermano mayor, Ángel (Jorge Calvo), es un ser tan infeliz como ausente. Entrado en carnes, como eufemísticamente le describen, y de aficiones inconfesables para un pueblo pequeño, prefiere callar, otorgar, pasar desapercibido, sufriendo sus secretos y sus picores, quizá fruto de los insecticidas que, también quizá, se llevaron a la madre.

“Indalecio, no ha nacido para ser agricultor, sino poeta, y esconde su amor con Farida, una joven empleada musulmana”

El pequeño, Indalecio (Samy Khalil), no ha nacido para ser agricultor, sino poeta, y esconde su amor con una joven empleada musulmana. Atribulado, sepultado en vida por la tierra a la que está atado, arrastra su desdicha entre la incomprensión de los suyos, que le toman por loco o poseído, curandera mediante si es menester. No digo que la superstición no se imponga aún hoy en parte de España, o que no haya familias como la del patriarca al que da vida en esta obra Chete Lera, esa raza que manda callar y a la que hay que tratar de usted, pero claramente Bezerra ha optado por llevar el retrato al filo de la normalidad. Esa es una prerrogativa del teatro, claro. Aunque no se acaba de entender la desgracia de un joven que bien podría haberse subido un día cualquiera a un autobús para escapar de la tomatina vital en la que se ahoga.

Bezerra hace de su prosa dramática una mezcla de lirismo y realismo. Dos códigos diferentes mueven a estos personajes. A Indalecio, por un lado, una pulsión casi lorquiana en sus diálogos con Farida, en su confesión a la curandera, en sus reflexiones sobre la vida, la familia, el amor y la tierra. Pero para los hermanos, el padre o el personaje de Mercedes (Pepa Rus, muy bien en su papel), una mujer que trata de ayudar a Indalecio y con el que trapichea droga, Bezerra opta por un código más terrenal, cotidiano y casi cómico. La carga humorística se multiplica al aparecer Julieta Serrano encarnando a la curandera a la que llaman La Quinta. No sé si es buscado. Si no, Serrano debería replantearse entonaciones y gestualidad, porque la aparición de La Quinta tiene algo de farsa.

En ese cambalache de tonos, que tampoco la -por lo demás correcta- dirección de Luque corrige o encauza, Bezerra deja escapar la oportunidad de que Dentro de la tierra sea una obra memorable. El tema, tan nuestro, la mirada a una realidad de la que se habla poco, son atractivos. El resultado dramático algo desconcertante, más cuando al final el dramaturgo juega a despistar al espectador y hacer que se replantee todo lo que ha visto. Al final, queda una poderosa escenografía -es llamativo y cautivador el trabajo de Mónica Boromello, que juega a lo orgánico con las raíces colgantes de un gran árbol y plantas tomateras en línea, saliendo de la arena que cubre la escena-, una acertada iluminación de Juan Gómez-Cornejo, algunas interpretaciones palpitantes, como la de Mina El Hammani (Farida) o la de Raúl Prieto (José Antonio), junto otras más intensas que convincentes, y eso sí, muchas preguntas, pocas respuestas y una sensación de desasosiego: ¿hemos visto un drama local, una obra de denuncia social, un thriller o un delirio surrealista entre vapores de insecticidas y jugo de tomate?


DENTRO DE LA TIERRA. Autor: Paco Bezerra. Director: Luis Luque. Reparto: Samy Khalil, Jorge Calvo, Mina El Hammani, Chete Lera, Raúl Prieto, Pepa Rus, Julieta Serrano. Escenografía: Mónica Boromello. Iluminación: Juan Gómez-Cornejo. Vesuario: Almudena Rodríguez Huertas. Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo. Teatro Valle-Inclán. Madrid.

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