Un teorema fallido

LOS GESTOS

Con Los gestos, Pablo Messiez emprende el más ambicioso de sus proyectos hasta la fecha, al menos conceptualmente. Decir esto de un dramaturgo y director siempre en busca de la diferencia y el inconformismo no es decir poco. Así, tras el éxito de La voluntad de creer, Messiez profundiza en una expresión con la que ya coqueteaba en aquel montaje, en busca de un teatro que da la espalda al realismo para conectar con la emoción a través de la experimentación formal, los nuevos lenguajes y el alejamiento de la idea clásica del texto como estructura principal. En el teatro que propone Los gestos hay texto, pero es más importante cómo se lleva éste a escena que el texto en sí mismo. Esto, sobre el papel al menos, atendiendo a las declaraciones del autor y director. El problema con Los gestos es que la forma de buscar la emoción que propone Messiez es un constructo críptico y frío no ya en lo textual, sino en lo actoral. O sea, justo lo contrario de lo que se supone que persigue.

Si aceptamos, como el propio director proclama, un teatro que va más allá del texto -una ruptura de barreras-, la propuesta formal, los gestos del título, esa corporalidad de los detalles, debería suponer un auténtico viaje, una experiencia única. Y no hay tal. El teatro no narrativo está inventado hace décadas y al viraje del director le falta la intensidad escénica y la claridad de la buena poesía postdramática. Porque en un texto de Angelica Liddell o de Rodrigo García, por citar a dos referentes obvios, normalmente se entiende todo (o casi todo), por más que se busque una forma alternativa a los desarrollos y estructuras dialogadas del teatro anterior. La hora y media de Los gestos acaba siendo una desesperante sucesión de textos y acciones incomprensibles entre personajes a los que cuesta situar en lo vital o comprender en lo intelectual. Quizá, se me dirá, el problema es el verbo: comprender. Acaso no hay que esforzarse tanto en este empeño. Pero ese empeño me sigue pareciendo legítimo y necesario ante cualquier forma de arte. Me niego a acaeptar que debo situarme como espectador en la ignorancia y aplaudir la belleza del vacío. Al margen de que al menos debe existir esa belleza.

La hora y media de Los gestos acaba siendo una desesperante sucesión de textos y acciones incomprensibles entre personajes a los que cuesta situar en lo vital o comprender en lo intelectual

Messiez nos sitúa en un espacio que puede ser una sala de ensayos, un teatro o similar. Un director y una actriz -interpretados por Emilio Tomé y Fernanda Orazi– entran y comienzan a realizar unas repeticiones, a mantener una conversación, a interpelarse. Hay otra mujer -se nos dice que es la madre de la actriz más adelante, aunque también será la encarnación de un personaje de Pasolini-, un pianista que llega a deshora constantemente y un enigmático joven, también pasoliniano en su aspecto y gestualidad, que, como una presencia, se insmiscuye en la rutina del director y la actriz.

No me pregunten mucho más. Soy incapaz de explicarles de qué trata Los gestos, si es que se supone que trata de algo. No hablo ya de tramas o sinopsis, eso tan denostado por el teatro de hoy en día -el desarrollo se concibe como algo burgués-, sino de fondo. No logro entender qué secretos se esconden tras las acciones, qué poesía trasciende o qué mensajes hay que entrever o leer entre líneas. Otros, más inteligentes que yo, habrán sacado sus conclusiones, me temo que Los gestos es para mí un misterio. Podría ser un misterio entretenido o de una poesía arrebatadora, y estaríamos entonces ante una abstracción de cierto valor artístico, pero no es el caso.

Los gestos | Pablo Messiez | CDN

Pasolini, mencionado, antes, y la ciudad de Roma, son dos de los ejes sobre los que gira el montaje (Messiez escribió a partir de una beca de creación concedida por la Academia de España). Si algo se puede decir es que el creador español homenajea al malogrado poeta, cineasta e intelectual, por el cual parece sentir una gran fascinación. Su película Teorema, aún hoy emblema para muchos de la destrucción de las estructuras aceptadas de la sociedad clásica, se cuela en el montaje. El teorema de Pasolini es meridiano, no así el de Messiez, que más allá de construirse un traje de fan a medida, se olvida del sentido y la conexión con su audiencia.

En ese estado de cosas, no extraña que hasta los mejores intérpretes -y la obra los tiene- estén perdidos. Ni Fernanda Orazi, sublime tantas veces, brilla en la piel de una criatura confusa y chillona. Poco puede hacer también Emilio Tomé, y así en general, incluyendo a Elena Córdoba, referente de la danza contemporánea y alternativa en España aquí desaprovechada en otro confuso papel. Se salva la frescura cómica de Manuel Egozkue, no sé si buscada o fruto de la genuina reacción del público, que ríe quizá por identificación con su personaje, un pianista que tan solo quiere cobrar y aporta un punto de realismo al vórtice abstracto de la no historia. También la fuerza y la presencia de Nacho Sánchez, un cuerpo en busca de una epifanía en escena, retorcido en gestos pasolinianos y trasunto de un Cristo cinematográfico.

No extraña que hasta los mejores intérpretes -y la obra los tiene- estén perdidos. Ni Fernanda Orazi, sublime tantas veces, brilla en la piel de una criatura confusa y chillona

El laberinto romano-pasolinano que propone Messiez parece una apuesta deliberada por la opacidad, un trabajo de autor realizado solo para el disfrute propio y de espaldas al espectador. Hay creadores que hacen de esta vocación un principio, convencidos de que su arte es sólo para ellos y debe ser la humanidad la que se esfuerce por entenderlo. No creo que sea el caso de un director que ha dejado brillantes -y clarísimos- espectáculos como Las palabras o adaptaciones sobresalientes de otros autores como Bodas de sangre, Los ojos, Hamlet o Las criadas. Solo puedo entender Los gestos como parte de un teatro coyuntural, ese que sigue las escuelas de cada época y que luego desaparece sin que nadie vuelva a interesarse nunca por él. Más allá de experimentos y movimientos, Messiez lleva años dejando una de las mejores huellas en la escena española. El mejor escribano hace un borrón. O propone un teorema equivocado.


Texto y dirección: Pablo Messiez. Reparto: Elena Córdoba, Manuel Egozkue, Fernanda Orazi, Nacho Sánchez y Emilio Tomé. Escenografía: Mariana Tirantte. Iluminación: Carlos Marquerie. Vestuario: Cecilia Molano. Coreografía: Elena Córdoba. Espacio sonoro: Lorena Álvarez y Óscar G. Villegas. Vídeo: David Benito. Teatro Valle-Inclán. Madrid.

 

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