LA MADRE DE FRANKENSTEIN
El Centro Dramático Nacional homenajea a Almudena Grandes con una apuesta clara: un montaje de gran formato, con Blanca Portillo, para abrir temporada. La madre de Frankenstein, que dirige Carme Portaceli, lleva a escena una de las últimas novelas de la escritora, fallecida hace dos años. Grandes se volcó en las últimas décadas de su trayectoria en retratar la España de la posguerra, un país sin libertades y oscuro en muchos sentidos. En este título, ambientado en 1954, lo hace a través de dos historias entrecruzadas: la de un joven y brillante psiquiatra y la de una célebre asesina que acaparó titulares en su día.
El primero, vuelve a España para trabajar en el manicomio para mujeres de Ciempozuelos. Su padre, también eminente psiquiatra y republicano, sufrió la represión y él llega con ideas rompedoras sobre el cuidado de las internas y con un prometedor tratamiento experimental bajo el brazo. Pronto topará no sólo con los prejuicios y la cerrazón de la época, sino con una profesión jerarquizada y repleta de envidias profesionales en la que, tras la guerra, sólo medraron los mediocres. Desfilan por la obra personajes reales como Juan Antonio Vallejo-Nájera, la gran figura de la psiquiatría del régimen y defensor de la eugenesia )le han llamado “el Menguele español”), o ficticios, como el padre Armenteros, un cura entregado a la doctrina del régimen.
La otra gran protagonista, la que da título al montaje, es una de las pacientes que el psiquiatra encuentra en Ciempozuelos al volver España. También es un personaje real: Aurora Rodríguez Carballeira. En 1933 asesinó a su hija, Hildegart, a la que llamaba “su creación”. Había educado a la niña como un prodigio, empeñada en un delirio megalómano: Hildegart había de ser el pilar de una nueva sociedad ideal, un “modelo de mujer para el futuro”. La joven destacó como abogada precoz, hablaba varios idiomas y asomaba en política con tan solo 18 años cuando su madre sintió que se desviaba de su objetivo y la mató. La destruyó, en su propia y demente justificación, como hace un escultor con su obra cuando ésta no le gusta. El suceso fue carne de tabloides.
La España que retrata Grandes es un país en blanco y negro: a un lado, el pueblo, ignorante. Al otro lado, los poderes: la dictadura franquista y la Iglesia opresora
La España que retrata Grandes es un país en blanco y negro: a un lado, el pueblo, ignorante, con excepción de los escépticos, los que no comulgan con la propaganda y la imposición del régimen, que llevan en secreto una existencia resignada. Al otro lado, los poderes: la dictadura franquista y la Iglesia opresora. Los personajes con mando, con excepción de la madre superiora del manicomio, una religiosa que ofrece un pequeño rayo de luz, son opresores, castradores y obtusos.
El montaje de Portaceli se encarga de subrayarlo derivando a la caricatura cuando se trata de presentar a los religiosos. Esto hace flaquear a una propuesta por lo demás bien armada y dinámica, una creación teatral oscura, inevitablemente, pero con acertados cuadros actorales y escenas bien planteadas. Omnipresente, un espacio frío, de azulejo clínico, que proponen Paco Azorín y Alessandro Arcangeli, una plataforma que hacia el final del montaje la directora elevará para dar protagonismo al drama de la asesina en sus momentos finales, enferma y encerrada en su delirio.
Por más que haya mucho de verdad en el retrato de época, la acumulación de personajes y situaciones sin matices ni profundidad, dibujados en dos dimensiones -el bien frente al mal, los dioses del pueblo republicano frente a los monstruos del bando franquista-, resta fuerza al conjunto y convierte al drama en melodrama. Lo que podría ser una historia social se vuelve ideológica.
Si el personaje de Aurora Rodríguez Carballeira puede resultar interesante –no es la primera obra de teatro que indaga en el episodio, de hecho ha habido varias-, su elección como eje de esta crónica no acaba de funcionar, quizá porque hay dos tragedias muy diferenciadas en la historia. Una es una tragedia nacional, de imposible resolución -por eso Grandes llamó a su serie “episodios de una guerra interminable”, título ominoso, pues toda guerra debería terminar, pero hay empeño por parte de muchos, de un lado y otro, en hacer que la contienda que desangró a España persista casi un siglo después. Las dos Españas, divididas e irrencociliables. Siempre me sentí más cómodo en la tercera, la de Ortega y Marañón.
La otra es la tragedia de una madre demente capaz de derramar sangre de su sangre, otro monstruo -inevitable la analogía con el franquismo- un hecho que marcará el resto de sus tristes días. Sólo puedo intuirlo, pero diría que a la autora le preocupaba más la primera que la segunda, la tragedia nacional que la crónica de sucesos, y que por tanto el recurso a esta “doctora Frankenstein” patria es algo artificial y le sirve como vehículo narrativo. Se nota y afecta al resultado.
El equilibrio, el talento de Pablo Derqui, hacen brillar el montaje allí donde podría resultar más sombrío o pesado, y en todo momento ofrece una lección de matices, gestos y miradas sutiles
El espectador se lleva a casa una actuación encomiable de Blanca Portillo, actriz que maneja la voz como nadie, con poderío y claridad, aunque en la piel de Doña Aurora cae por momentos en la exageración del gesto -¡qué peligrosos son los papeles de demente, siempre a las puertas de la sobreactuación!- y, sobre todo, un trabajo descomunal de Pablo Derqui. Su equilibrio, su talento, hacen brillar el montaje allí donde podría resultar más sombrío o pesado, y en todo momento ofrece una lección de matices, gestos y miradas sutiles, una claridad en la palabra y una serenidad triste en la construcción del personaje de Germán, el héroe de la historia con su forma de resistir al poder como buenamente puede.
Con ellos, Macarena Sanz y Jordi Collet, en los papeles de la cándida enfermera María, y un doctor homosexual, respectivamente, ambos víctimas de diferente tipo de la dictadura, ambos acertados trabajos. Feran Carvajal y Gabriela Flores, completan un reparto convincente al que se asoma el humor de Belén Ponce de León -redonda en varios personajes- y José Troncoso, habituales de La Estampida y otros proyectos, que imprimen su personalidad a diferentes papeles.
Texto: Almudena Grandes. Adaptación: Ana María Ricart Codina. Dirección: Carme Portaceli. Intérpretes: Blanca Portillo, Pablo Derqui, Jordi Collet, Macarena Sanz, José Troncoso, Belén Ponce de León, David Fernández “Fabu”, Gabriela Flores. Escenografía: Paco Azorín y Alessandro Arcangeli. Iluminación: David Picazo. Vestuario: Carlota Ferrer. Música y espacio sonoro: Jord Collet . Audiovisuales: Miquel Àngel Raió. Teatro María Guerrero (Sala Grande). Madrid.
Foto: Geraldine Leloutre