Regreso al futuro

EL TIEMPO Y LOS CONWAY

Cuestión de pasados y de presentes: otro director habría optado para El tiempo y los Conway por un universo de sombras. Es curioso comprobar, con ambas piezas en cartelera, cuánto le debe el Agosto de Tracey Letts –brillante en la versión de Gerardo Vera, aunque en códigos muy diferentes– a la obra de John Boyton Priestley que dirige Juan Carlos Pérez de la Fuente: demasiadas casualidades, desde el padre ahogado a las hijas infelices, los maridos comparsas o tarambanas, la mansión que se hunde… Por no hablar de la madre destructiva: Luisa Martín, lo mejor del reparto, brilla como la Sra. Conway, autoritaria e implacable, a la vez que desdeñosamente aristócrata. Crepúsculo de los dioses de la sociedad inglesa de entreguerras, Priestley aparca la lucha de clases y no acusa –o no mucho– en esta vanguardista creación, como hizo en la menos sutil Llama un inspector. Pero sí constata: las burbujas se rompen. Y de eso sabemos mucho ahora. La felicidad del primer acto cede al desconsuelo del segundo, veinte años después, y ya no se recupera en el tercero, por más que volvamos a la fiesta de cumpleaños del primero: el espectador conoce demasiado.

El montaje es un juego de sociedad vivo y contagioso que acaba en pesadilla. Pero lo hace vestido de domingo, con una elegante y limpia escenografía del propio Pérez de la Fuente

Pérez de la Fuente podía haber ensuciado su puesta en escena. Pero el director tiene su propio pasado desde el que viajar al futuro: ha circulado por el neorrealismo de Historia de una escalera y por el cromatismo de Angelina o el honor de un brigadier y eso implica un bagaje con el que llegar a un equilibrio, un ángulo de ataque en el que los vestidos de época pueden ser un símbolo de modernidad.

Así, el montaje es un juego de sociedad vivo y contagioso que acaba en pesadilla. Pero lo hace vestido de domingo, con una elegante y limpia escenografía del propio Pérez de la Fuente que dispone en oblicuo sobre el escenario baldosas y paneles que representan planos alzados. En plena e inmejorable madurez, el director madrileño sabe que los muros familiares deben ser opresores en el segundo acto, junto con las esperanzas de los hermanos. Y que Kay debe obrar como sacerdotisa de los saltos en el tiempo de Priestley: la ceremonia, el ritual, es importante para el director.

En general, todos los intérpretes deberían dominar mejor los ritmos y hay cierta precipitación, quizá achacable a la dirección. Única –aunque no nimia– salvedad en un hermoso montaje

Lo redondearía un reparto equilibrado. Pero no es así: hay luces y sombras. Entre las primeras, Nuria Gallardo, como la inteligente Kay, la única que entrevé las costuras deshilachadas del tiempo; la cándida Carol de Ruth Salas; el cruel Ernest de Román Sánchez Gregory o el discreto Gerlad Thornton de Toni Martínez. Pero en general, todos deberían dominar mejor los ritmos y hay cierta precipitación, quizá achacable a la dirección. Algunos, como Débora Izaguirre, Alejandro Tous y Chusa Barbero, podrían trabajar mejor sus composiciones, que ganarían despojadas de tópicos y trucos. Única –aunque no nimia– salvedad en un hermoso montaje que emana amor a la escena.


Autor: J. B. Priestley. Versión: Luis Alberto de Cuenca. Director: Juan Carlos Pérez de la Fuente. Intérpretes: Luisa Martín, Nuria Gallardo, Débora Izaguirre, Ruth Salas, Chusa Barbero, Alba Alonso, Alejandro Tous, Toni Martínez, Román Sánchez Gregory, Juan Díaz… Escenografía: Juan Carlos Pérez de la Fuente. Vestuario: Javier Artiñano. Iluminación: José Manuel Guerra. Teatros del Canal. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Enero 2012).

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