Sexo, rapé y rock n’roll

LAS AMISTADES PELIGROSAS

La máxima rockera más repetida reza «sexo, drogas, rock n’roll». Cambien la coca por el rapé dieciochesco, y el mantra retratará Las amistades peligrosas más interesantes que han pisado los escenarios. Más, sí, que aquel Barroco de Tomaž Pandur que tenía puntos originales, belleza y cierta fuerza, pero no la energía desbordante de este montaje que dirige Darío Facal, quien ha adaptado junto a Javier Patiño la novela de Choderlos de Laclos respetando su formato epistolar y su contexto histórico, pero lanzándose a una puesta en escena musical anacrónica, en contraste con los bellos figurines de época (ojo a los secretos que esconden) de Guadalupe Valero.

Facal, director con señas de estilo propias –el rock está también en otras de sus producciones con la compañía Metatarso–, trata de salirse del camino marcado con lógica: si Valmont viviera hoy, ¿no sería acaso un Mick Jagger o un Jimmy Page, famoso por sus orgías?

Estamos, eso sí, en 1778, en  París y Lyon, donde el vizconde de Valmont y la marquesa de Merteuil juegan una partida de seducción, abusos y destrucción de la inocencia. En estas dos criaturas incapaces de amar –salvo un poco al final– el epicureísmo roza el mal. Valmont y Merteuil apuestan con los cuerpos y los corazones de sus presas: una virginal adolescente violada y una esposa fiel hasta que el experto seductor derrumba sus defensas. Por escenografía, apenas un tresillo y los instrumentos del cuarteto rockero por excelencia: guitarra, bajo, batería y teclado. El arranque barroco se torna en una inyección de riffs instrumentales rabiosos. Los actores son además instrumentistas, ¡y buenos! Suenan mejor que más de una banda de sesión gracias en parte a un diseño de sonido ejemplar. Pero la música no eclipsa al texto, ofrecido con claridad y talento en un oratorio a varias voces.

El arranque barroco se torna en una inyección de riffs instrumentales rabiosos. Los actores son además instrumentistas, ¡y buenos! Suenan mejor que más de una banda de sesión

En el reparto hay entrega y sudor, sufrimiento y carisma. Cristóbal Suárez –que se alterna en el papel con Edu Soto, al que no he visto– es un Valmont muy interesante, lleno de fuerza y de gesto inquietante. Todo un trabajo. Carmen Conesa está impresionante, canta bien –es obvio, ha hecho carrera en musicales– y su marquesa, dominatrix de vuelta de todo, se sienta al teclado. Iria del Río ofrece una Tourveil, la esposa ultrajada, tan cándida al principio como fogosa después; y está divertidísima Lola Manzano como Volanges, dama que estorba en el juego perverso. Pero hay que destacar a dos jóvenes que deslumbran: ¡vaya papelón el de Mariano Estudillo como el bobalicón Danceny! Una gran composición unida a  una guitarra salvaje que cimienta un muro sonoro. Y, junto a él, la candidez, primero, y el erotismo liberado, después, de la Cecile de Lucía Díez, casi una niña. La doncella tiene 15 años, la actriz, en su debut teatral, apenas 20. Bajo su apariencia de Lolita, no hay atisbo de temor ni inexperiencia.

Si no fuera porque el código elegido puede dejar fuera a más de un espectador, el montaje lo tendría todo: si uno prefiere el bolero, pongamos, al rock –o Bisbal, o Beyoncé, o yo qué sé–, debe de ser difícil emocionarse cuando en escena ruge el legado de Hendrix y de Cobain. Larga vida.


Autor: Javier L. Patiño y Darío Facal, a partir del texto de Choderlos de Laclos. Director: Darío Facal. Intérpretes: Edu Soto/Cristóbal Suárez, Carmen Conesa, Iria del Río, Lucía Díez, Mariano Estudillo, Lola Manzano. Sonido: Álvaro Delgado. Iluminación: Manolo Ramírez. Vestuario: Guadalupe Valero.  Matadero-Naves del Español. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Febrero 2015).

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