La verdad de la mentira

MISÁNTROPO

Qué mala cosa acostumbrarse a la excelencia. El presente de Miguel del Arco parece un “loop”, en el que una y otra vez nos mostrara un mismo y soberbio espectáculo. ¿Estamos viendo la sobresaliente La función por hacer? ¿La redonda Veraneantes? No puede irse más lejos, ¿no? ¿O sí? Cómplices necesarios, el director y dramaturgo y su elenco favorito, con Israel Elejalde a la cabeza –aunque sus obras son siempre corales y en ésta casi todos tienen su ración de gloria escénica–, vuelven a mostrar la mejor versión de sí mismos en Misántropo.

No es casual que su estreno haya coincidido con una película francesa que también se sirve del texto de Molière: parece que la sociedad hoy necesita replantearse su relación con la verdad, la mentira, la hipocresía y las convenciones, que es de lo que obsesivamente hablaba Jean Baptiste Poquelin a través de su Alcestes, el hombre atormentado por la necesidad de vivir de forma honesta que ve cómo a su alrededor impera la adulación, la falsedad y la doble moral, otro estereotipo para la historia, como Tartufo, Argan o Harpagón. Aunque, frente a aquéllos, personajes ridículos, Alcestes tiene algo de antihéroe teñido de amargura. Tampoco es fruto del azar que Del Arco, una vez más, opte por una revisión del original tan consciente como radical.

Qué actorazo, una vez más, Israel Elejalde, un Alcestes profundo y atribulado, iracundo y enamorado de Celimena, tan voluble ella… Y qué divertido Raúl Prieto

Misántropo vuela por encima de la imperfección de un texto que hoy tenía algo de polvo de los siglos para dejarnos caer en el callejón trasero de una fiesta en la que se aman, odian, medran y ayudan mutuamente políticos, empresarios, jueces y artistas, un círculo del poder muy actual. Y así somos testigos de escenas tan divertidas como la conversación inicial entre Alcestes y su amigo Filinto, un verdadero cínico –o un superviviente, pues el problema de fondo es hasta qué punto podemos decirnos las verdades a la cara– que ha asumido como algo necesario todo aquello que perturba al protagonista. Qué actorazo, una vez más, Israel Elejalde, un Alcestes profundo y atribulado, iracundo y enamorado de Celimena, tan voluble ella… Y qué divertido Raúl Prieto, con ese tono callejero y despierto en su Filinto.

Este callejón de los milagros tiene escenas para el recuerdo: difícil olvidarse de Cristóbal Suárez emulando de forma brillante a un triunfador que ofende a las musas con su canción –gran idea, convertirlo en un émulo hortera de Julio Iglesias–, ni la conversación posterior con Alcestes. E imposible no hablar del dúo de confesiones con mala baba que se dedican respectivamente Bárbara Lennie y Manuela Paso: una, encantadora, alegre y llena de energía como la casquivana Celimena; la otra, igual de impecable en su moralista Arsinoé, en cuya maledicencia hay tanta hipocresía como en el resto.

Clitandro y Elianta, o sea, Miriam Montilla y José Luis Martínez, completan con talento una galería de personajes enfermos de mezquindad que podrían ser de aquí y de ahora. No hay prestidigitación ni cañonazos, hay actores y trabajo, pensamiento y comprensión del texto. Es teatro sobre la verdad y la mentira. Pero, sobre todo, teatro de verdad por encima de las mentiras.


 Versión: Miguel del Arco, a partir de la obra de Molière. Dirección: Miguel del Arco. Intérpretes: Israel Elejalde, Raúl Prieto, Bárbara Lennie, Cristóbal Suárez, Manuela Paso, Miriam Montilla, José Luis Martínez. Escenografía: Eduardo Moreno. Iluminación: Juanjo Llorens. Vestuario: Ana López. Música: Arnau Vilà. Teatro Español. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Mayo 2014).

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