Mi infancia son recuerdos de un cómic de la T.I.A., sin huerto claro ni limonero, pero con inventos absurdos del profesor Bacterio. Una de mis primerísimas lecturas fue El sulfato atómico. Imposible ser niño y no descuajeringarse con Mortadelo y Filemón, el Superintendente Vicente y Ofelia, cuando aún se podían hacer chistes sobre gordas. Si no fue el primer cómic que entró en mi vida, en la que nunca han faltado después las viñetas, poco le falta.
Mucho antes de John Buscema, Jack Kirby, John Byrne, Stan Lee, Frank Miller, Alan Moore o Neil Gaiman, muchísimo antes de Moebius, Katsuhiro Otomo o Chris Ware, antes de que supiera lo que era una novela gráfica, Ibáñez ya estaba allí. Sólo Tintín y Astérix podrían disputarle al bueno de Don Francisco, genio y figura, ser los primeros en mi formación comiquera-sentimental y, fijo que no me equivoco, en la de millones de chavales. Con Rompetechos, los chicos que éramos gafotas nos tronchábamos aunque luego costara sacudirse el apodo. 13 Rue del Percebe precedió a Aquí no hay quien viva con ingenio, oficio y clase. En cada página, mis ojos buscaban siempre la buhardilla, expectantes ante la nueva ocurrencia del moroso. Pepe Gotera y Otilio se adelantaron al concepto ñapa, un neologismo que nuestros mayores ya no pillan porque entonces se decía chapuza. Con ellos, como con los agentes secretos más ineptos que ha conocido el mundo, sabíamos cómo acabaría cada encargo. Los patrones de Ibáñez reconfortaban. No sé si fue un genio, pero leerle es genial. Fue desde luego un artista como pocos, un creador ingenioso y un currante de libro: presentación, nudo y desenlace, con final calcado. Como los episodios de Aníbal Smith y compañía, solo que a los desgraciados de Ibáñez los planes les salían siempre mal. Y entre ellos, gafes absolutos, campeones del desastre, Mortadelo y Filemón, sagrada unidad. Lo que el artista ha unido, que no lo separe el hombre.
Mi infancia son recuerdos de un cómic de la T.I.A. sin huerto claro ni limonero, pero con muchos inventos absurdos del profesor Bacterio
Ibáñez nunca le dieron un premio Príncipe de Asturias o un Cervantes, ni le hicieron académico. Y bueno, quizá tenga que ser así. Pero pocos hicieron tanto por la cultura y la lectura como él. En España, sólo Escobar, el padre de Zipi y Zape y Carpanta, podría igualarle en repercusión y tirón popular, y de lejos. Lo entrevisté alguna vez y era tan divertido y saleroso como difícil de comprender, porque su cabeza parecía funcionar al ritmo de sus criaturas y sus explicaciones eran enrevesadas. Ya en vida fue personaje de sí mismo y ahora ya solo falta que alguien le levante una estatua a cargo popular. Para eso firmo.