CARSI
Carsi es un hombre y una imagen. Carsi es un actor concreto y muchos más innombrados. Carsi es un tipo real y retazos de mil otros que existieron o pudieron haber sido. El nuevo trabajo de Eduardo Vasco y Noviembre Teatro, esa marca que es ya un clásico, va de eso, de clásicos. Porque los actores que eran Carsi, como comienzan cantándonos, son aquellos que solo hacían “Lope, Tirso y Calderón”. Que lo demás, cómo dijo aquel otro, son zarandajas. Carsi es un homenaje a aquellos tipos que se aprendían mil versos de un día para otro y doblaban funciones sin preguntar por horas extras. Carsi es, por ir al símil más obvio, El viaje a ninguna parte de Vasco. Una función entrañable que documenta una especie en peligro de extinción. Pero también un trabajo muy divertido, con el que pasar un buen rato. Un musical de bolsillo con tres instrumentos: guitarra, talento y tablas.
En esta instantánea sobre el oficio del actor, pero no del actor de cine o de televisión, del célebre, sino del que construye una vida sobre el escenario y llega a ser, en algunos casos, leyendas -a veces arruinados y olvidados en la vejez, pero leyendas-, en otros eternos secundarios, Vasco ha mezclado el nombre real de Carsi –Felipe Carsí– con vivencias e historias oídas y conocidas de aquí y allá y de épocas diferentes. Es así atemporal: igual se habla de forma explícita de algún grande de los años 60 y 70 que se atribuye a un Carsi fuera de época los hechos de otro, haciendo las delicias de los conocedores del anecdotario teatral. Antonio Vico, Pepe Rubio, José Bódalo, Rivas Cherif, Enrique Chicote, Pierre Fresnay… La mirada de Vasco cruza épocas engarzada por aquello que unió a todos aquellos hombres: una entrega total al teatro.
Antonio Vico, Pepe Rubio, José Bódalo, Rivas Cherif, Enrique Chicote, Pierre Fresnay… La mirada de Vasco cruza épocas engarzada por aquello que unió a todos aquellos hombres: una entrega total al teatro
Tres cosas -hay más, pero resumiré para no extenderme- aportan un especial valor a esta deliciosa comedia con regusto melancólico.
La primera es que, pese a ser un evidente homenaje a aquella raza de actores, Vasco no es complaciente: el Carsi de ficción acumula todos los defectos imaginables de aquellos hombres, muchos de ellos producto de su época, que hoy vemos a la luz de nuevos tiempos, críticos y revisionistas, en algunos casos para bien (en otros, no tanto). Ahí están el actor-director opresivo y tirano con su compañía; el veterano encumbrado que demandaba mil y un privilegios; el decadente que, en sus últimos brillos, se había vuelto vago y exigía pinganillo no porque no pudiese recordar el texto, sino porque no quería hacer el esfuerzo de estudiarlo; el primer actor capaz de jugársela a un debutante porque no le gusta como su personaje se dirige a él en una escena… Y, claro, está el tema de los abusos a las actrices: esos tipos de antes con manos largas para los que las bambalinas eran su feudo. Sin duda los tiempos cambian: no hace ni dos días saltaba otro escándalo a cuenta de un conocido director teatral y sus supuestos abusos a sus alumnas. Carsi no pasa nada de esto por alto. Todo es juzgado. Pero al final, la obra se queda con el resultado. Algunos de aquellos tipos, nos dice, por más miserables o defectuosos en lo moral que pudiesen ser, entregaban noches memorables que son ya historia del teatro.
Vasco no es complaciente: el Carsi de ficción acumula todos los defectos imaginables de aquellos hombres, muchos de ellos producto de su época, que hoy vemos a la luz de nuevos tiempos
La segunda virtud de Carsi es que tiene un cierto colmillo retorcido: Vasco y su troupe lanzan más de un zasca, que se dice ahora, a esta época de zascas y youtoubers. Tiene aquí y allá recaditos para los teatreros cuya modernidad consiste en poner un micrófono, hacerse cortes o rebozarse en líquidos y animales (aquí con nombre y apellido, uno corriente, García). También para una generación de actores que hablan sin proyectar, sin pronunciar, sin hacerse entender, con una intensidad amoldadada a la cámara de televisión pero que sobre la escena se convierte en la nada. Una hornada de nuevos directores y productores que en las audiciones no quiere ya a actores de teatro, porque pronuncian demasiado limpio y de intérpretes que entre cajas no obervan y aprenden de lo que hacen sus compañeros porque están subiendo fotos a Instagram. Vasco y los suyos lo rapean y el propio mecanismo es mofa de un tiempo y añoranza de otro. Es divertido. A la vez es peligroso: el director deja fuera de su teatro a una generación a la que conviene enamorar y, en la medida de lo posible comprender (aunque a veces, cuesta y otras es directamente imposible). Tampoco a aquellos Vicos y Carsis les habría parecido de recibo la generación que reinterpretaba a los clásicos y hacía musicales con ellos.
La tercera virtud es resumen y conclusión: Carsi es teatro hecho con cariño por un equipo de primera. No me detendré demasiado en el bello trabajo de figurines de Lorenzo Caprile, de una elegancia pobre y viajera aderezada con sombreros y gorgueras, en la siempre acertada iluminación de Miguel Ángel Camacho o en la sencilla pero juguetona escenografía de Carolina García. Sí quiero cerrar, aunque acaso debería haber empezado por ellos, por una compañía de actores que parecen querer ser ellos mismos Carsis, un cuarteto masculino, que Elena Rayos convierte en quinteto, cinco presencias con talento y tablas llamadas también Mariano Llorente, José Ramón Iglesias, Rafael Ortiz y Antonio Decós. Bien por todos: es el suyo un trabajo coral y musical, con soltura y agilidad, teatral, sin realismos de tono plano, con conocimiento del lenguaje del gesto y del lugar que cada cuál ha de tener en cada escena, en cada anécdota, en cada pie.
Quizá sea un viaje a ninguna parte, efectivamente, más hoy que en los tiempos en que estrenó Fernán Gómez. Dicho de otra forma: mucho me temo que si Carsi es una batalla -cosa que ignoro-, está perdida hace ya tiempo. Pero a veces es justo eso, no ir a ninguna parte, viajar por el placer de viajar, lo mejor que se puede hacer con una tarde de teatro.
Autor: Eduardo Vasco. Director: Eduardo Vasco. Intérpretes: Mariano Llorente, José Ramón Iglesias, Elena Rayos, Rafael Ortiz, Antonio Decós. Escenografía y atrezo: Carolina González. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Vestuario: Lorenzo Caprile. Música: Eduardo Vasco. Teatro de La Abadía. Madrid.