PRIMER AMOR
El protagonista del monólogo Primer amor, un texto breve en prosa escrito por Samuel Beckett en 1946, puede parecer, según una lectura superficial, un misógino, un excéntrico, un demente y probablemente un misántropo. Pero en realidad es mucho más que eso: un bombín con una cabeza debajo, un Mr Chance salido de su jardín que se enfrenta con la mirada de un niño egoísta al mundo, un hombre sin atributos incapaz de entender la vida, de sentir algo por el entorno. Su “primer amor” es precisamente lo contrario al amor.
La paradoja impregna este relato en primera persona, un monólogo marcado por un punto de vista distorsionado, como le ocurría a Feuerbach, en el que poco a poco el protagonista cuenta cómo tras la muerte de su padre fue expulsado de su casa -los símbolos escondidos en las primeras frases nos invitan a pensar en un manicomio-, vagabundeó, conoció a una mujer en el banco en el que le gustaba sentarse y descansar, y estableció con ella una extraña relación. La mujer lo invitará a su casa y él se dejará llevar, no sin bramar contra lo inoportuno de la invitación, las molestias que le causa en su vida y lo mucho que desearía que ella no regresara.
Todo lo escucha el espectador de boca de ese enorme actor que es Pere Arquillué. Con una pronunciación perfecta, un rico abanico de entonaciones, una capacidad casi disparatada para crear y jugar, una rica gamas de tonos y un registro vocal grave y demoledor -que igual le sirve para hacer un villano de Shakespeare que para redondear la tristeza de un Chéjov-, Arquillué compone un Gollum tragicómico, un ser perdido y egoísta, un vagabundo egregio del que bien podrían aprender muchos jóvenes actores que últimamente se arrojan a las tablas a soltar su papel como quien arroja cubos de agua, sustituyendo la riqueza por la intensidad. Si en algún momento resulta excesivo -ese condicional es algo retórico- pensemos que estamos ante un texto que pide a gritos una interpretación no naturalista. Y sin gabán, gracias.
“Arquillué compone un ser perdido y egoísta, un vagabundo egregio del que bien podrían aprender muchos jóvenes actores que sustituyen la riqueza por la intensidad”
Los monólogos de Beckett suelen ser una fiesta para el paladar teatral: un banquete de simbología, semiótica, repeticiones y largas e imprevisibles disquisiciones. Peter Brook trajo a Madrid alguno muy sabroso dentro de Fragments. El hombre de Primer amor tiene algo de sombrerero loco sin sombrero, de inútil atravesando desnudo la existencia. Por eso aciertan desde un principio la versión escénica de Àlex Ollé y Miquel Górriz y la adaptación de José Sanchis Sinisterra, dramaturgo y director que vive un momento excepcional (tiene en cartel esta semana su nuevo texto El lugar donde rezan las putas o que lo dicho sea y una versión de Carta al padre, de Kafka).
Es muy intresante la revisión que hacen el dramaturgo y los directores del prototípico personaje beckettiano -habitualmente polvoriento, con viejas gabardinas y sombreros-, al que convierten en un ser contemporáneo, extraviado, que arranca el monólogo en ropa interior e irá vistiéndose y desvistiéndose a lo largo de la obra.
Ollé y Górriz enfrentan al espectador con esa desnudez, moral y física: el espacio es la nada, un banco en el centro y una gran lámpara rectangular que, accionada por un técnico que permanece junto a la escena, sube y baja sobre el protagonista. Se convierte así en una luz mortuoria o callejera. El escenario viaja de la muerte a la vida, pero sin abandonar nunca del todo la frialdad de la primera. El protagonista nunca está vivo del todo. El ambiente logrado es ideal para un onólogo en cercanía tan aparentemente cómico como descorazonador.
“Es muy intresante la revisión que hacen el dramaturgo y los directores del prototípico personaje beckettiano, al que convierten en un ser contemporáneo, extraviado”
El hombre de la historia no tiene nada salvo sus dolores, como él mismo dice. Lo que no dice es que tampoco tiene sentimientos ni capacidad de amar. El amor del título es una paradoja o una falsedad. No sólo elige un tipo de relación -se desvela al final- que no es tal por su propia naturaleza, sino que, aunque hubiera sido genuino amor, él elige darle la espalda.
En el universo de Beckett los objetos crean el lenguaje, y en este caso un banco junto al canal, un pequeño y egoísta espacio vital, condiciona la historia. Eso es lo único que a este personaje triste le importa: una rutina, un espacio, una posesión. La casa paterna primero, el banco, después, la habitación de la mujer luego. De ahí la rabia con que arranca la pieza hablando de la muerte del padre. No siente haberlo perdido. Siente desprenderse de sus privilegios. ¿Cuántos casos reales conocemos que, sin llegar al extremo de este hombre sin atributos, nos recuerdan su frialdad, su inmoralidad? Y aun así, Beckett, Sanchis Sinisterra, Ollé, Górriz y Arquillué nos arrancan sonrisas -melancólicas, eso sí- durante un buen rato.
Autor: Samuel Beckett. Versión: José Sanchis Sinisterra. Creación: Miquel Górriz y Àlex Ollé (a partir de una idea original de Moisés Maicas y Pere Arquillué). Intérprete: Pere Arquillué. Iluminación: Jaume Ventura. Espacio sonoro: Josep Sanou. Teatro Valle-Inclán (Sala Francisco Nieva). Madrid.
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