337 KM
El protagonista de 337 Km sueña con ser astronauta, como tantos chavales a su edad. Sus padres están separados, como sucede en muchas otras historias. Lo que diferencia a Tonín de otros chicos es el Síndrome de Asperger. Uno de los muchos enmarcados en lo que hoy conocemos como Trastornos del Espectro Autista (TEA). En 337 Km, el dramaturgo Manuel Benito se asoma a esta realidad desconocida. Tan desconocida que parece llevarnos al espacio exterior, aunque la obra apenas nos desplace la distancia que separa Madrid, donde Tonín vive con su madre, de León, desde donde llegará su padre, quien, durante diez días, tendrá que hacerse cargo del hijo al que apenas ha visto.
Este choque supondrá para Javier conocer a su hijo, y con él el universo del Síndrome de Asperger que le acompaña: obsesiones, meticulosidad, horarios inflexibles y rutinas infranqueables, conversaciones de una exactitud que hace casi inviable lo coloquial o la improvisación, desconfianza de los extraños… Con pulso firme y sensibilidad, la prosa de Benito se abre camino en una estructura teatral armada con precisión en la que diferentes capas de realidad se alternan: conocemos la vida entre padre e hijo esos pocos días que deberán convivir y las visitas a sus abuelos, también las ensoñaciones del chaval. Las respuestas del joven protagonista y el adanismo de su padre al comienzo regalan líneas e ideas redondas y algunos momentos muy divertidos.
Un montaje programable y capaz de llegar a públicos diversos en el que la escenografía, discreta, encuentra su mejor apoyo en el vestuario. Ahí aparece la imaginación del teatro
Porque hablamos de una obra que aspira a visibilizar este trastorno, con un calado social loable, pero también de una comedia extraña, no de risotada sino de risa amable. Un texto que invita a contemplar con humor los desencuentros sin reírse del síndrome. Extrae sus mejores momentos sobre todo de la incapacidad inicial del padre para entender qué es exactamente su hijo: un chico que juega con otras reglas y que le descolocará al comienzo. Y un chico inteligente, además, obsesionado, como es habitual, con las matemáticas y capaz de recitar de corrido centenares de números primos.
Tiene esta nave espacio-teatral un buen comandante llamado Julio Provencio, que hace de una producción modesta una misión con éxito a la estratosfera de lo independiente. O, si prefieren, a la órbita de lo comercial: un montaje programable y capaz de llegar a públicos diversos.
La escenografía, discreta, encuentra su mejor apoyo en el vestuario. Ahí es donde aparece la imaginación del teatro, recreando trajes espaciales y planetarios con ingenio y un elenco reducido en el que tres actores se reparten diferentes papeles: Lidia Navarro, sólida y repleta de fuerza como la madre hastiada, un papel que alterna con Alicia González, a quien no he podido ver. Clemente García, como el padre torpón que irá descubriendo al hijo, casi otro niño grande él mismo. Ambos, convertidos con gracia en los abuelos del chaval en otras escenas. Y, sobre todo, Néstor Goenaga, un raudal, inmersivo, puro trabajo de método en la piel, los gestos, el habla, de una de esas personas únicas y complejas que son los Asperger. Un Tonín creíble y del que se aprende, como de la función, una lección: que es un trastorno de cero gravedad que solo requiere comprensión.
Dramaturgia: Manuel Benito. Director: Julio Provencio. Intérpretes: Néstor Goenaga, Alicia González/Lidia Navarro y Clemente García. Escenografía y vestuario: Yeray González Ropero. Iluminación: Juanan Morales. Espacio sonoro y musical: Julio Provencio. Teatro Quique San Francisco. Madrid.