¡Que caiga un chaparrón!

CANTANDO BAJO LA LLUVIA

Llegó a Madrid sin tanto ruido como otro musicales -títulos más ambiciosos, de mayor promoción-, pero Cantando bajo la lluvia se ha hecho un hueco como una de las sorpresas de la temporada. Así me lo habían comentado y así lo corroboro, algo tarde, cuando le quedan algunos días de febrero para poder verla en la capital y, eso sí, una gira por delante. Merece la pena asomarse a esta versión escénica del filme clásico.  Un montaje que debe enfrentarse inevitablemente a la larga sombra de una película con la que varias generaciones han aprendido a amar el musical.

Dejémoslo claro: es imposible superar al original de Stanley Donen y Gene Kelly. No es cuestión de dinero, de medios ni de talento. Da igual si se hace bien o mal, espectacular o fatal. Sencillamente, no se puede. Ocurrió hace poco con el remake de Spielberg de West Side Story. Un peliculón. Pero tratar de compararlo al original es echar una carrera con los pies atados. Pero sí es posible hacer un producto de enorme calidad, entretenido, respetuoso, rebosante de talento y de buen gusto. Un musical escénico que abraza sus limitaciones con inteligencia para hacer que el público disfrute de una velada inolvidable.

Lo primero que llama la atención en esta producción es su cuidada puesta en escena y unos figurines de Miriam Compte que nos llevan, sin tratar de inventar nada, a aquellos locos años 20 del Gran Gatsby

Lo primero que llama la atención en esta producción de Nostromo Live es su cuidada puesta en escena y unos figurines de Miriam Compte que nos llevan, sin tratar de inventar nada, a aquellos locos años 20 del Gran Gatsby con un despliegue de elegancia y buen gusto. Una dirección creativa que sigue los dictados del filme sin tratar de calcarlos: en todo momento queda claro que la estética del filme de 1952 es un horizonte, un punto de fuga, un espejo en el que mirarse con orgullo.

Con los papeles y los intérpretes de Cantando bajo la lluvia sucede otro tanto: tampoco hay forma de igualar -no digamos ya mejorar- la magia, la química y el despliegue coreográfico y actoral en pantalla del propio Kelly, Debbie Reybolds y Donald O’Connor. Incluso, y esto sucede a menudo con papeles míticos, aunque haya talento a raudales en las revisiones, daría igual. Nuestro cerebro juzga por claves sentimentales. Cómo mejorar las piruetas cómicas de O’Connor en aquel Make them laugh, o el sencillamente perfecto trío de Good Morning. Por no hablar de la coreografía de Kelly que da título a la película.

Cabe pedir tan solo que quienes osan emprender esta aventura lo hagan con alegría, oficio, talento y buen hacer. El reparto de este montaje está a la altura, con una entrega y una calidad dignas de elogio. Cantan, bailan y actúan sin tacha. Por supuesto, nadie va a encontrarse con los espectaculares movimientos de pies de Kelly, Reynolds y O’Connor. Eran únicos en lo suyo y además el cine permite parar, cortar, filmar de nuevo… En escena es más complicado. Pero hay un más que notable trabajo de claqué y baile y un encanto fuera de toda duda en el trío protagonista: Diana Roig (Kathy Selden), Ricky Mata, (Cosmo Brown) y Adrià García (en la piel de Don Lockwood el día que vi la función, aunque es Miguel Ángel Belotto quien habitualmente asume este papel).

No analizaré a todo el reparto –Diego Molero, Clara Altarriba… un eficiente cuerpo de baile-, pero sería injusto no destacar la hilarante aportación de Mieria Portas, que se mete al público en el bolsillo como la ridícula estrella del cine  mudo Lina Lamont, una descerebrada incapaz de adaptarse al cine sonoro (ese que retrata también la reciente Babylon, con homenaje incluido a este musical). Portas es un terremoto escénico, tan divertida que hasta ella misma es en algún momento incapaz de no reírse de su criatura. Un aplauso para esta enorme creación, que se merienda más de una escena.

Sería injusto no destacar la hilarante aportación de Mieria Portas, que se mete al público en el bolsillo como la ridícula estrella del cine  mudo Lina Lamont, una descerebrada incapaz de adaptarse al cine sonoro

Ángel Llácer dirige sin estridencias ni divismos el montaje, con la seguridad de que a veces basta con hacer las cosas bien. Que no es poco. Y hay medios y generosidad en lo que se ofrece al espectador por el precio de su entrada, una cosa que mira mucho el público de este tipo de espectáculos (no sin razón). 

Si ven que les sorprende una tarde de nubes, no lo duden, busquen el calor del patio de butacas en este musical para desaparecer un rato en la nostalgia de un gran clásico y dejarse empapar por una estupenda producción. Y si no hay nubes, también, que ya las ponen ellos. Qué caiga un chaparrón muchas noches más. 


Creación: Gene Kelly, Stanley Donen. Dirección: Àngel Llàcer. Dirección musical: Manu Guix y Andreu Gallén. Coreografía: Miryam Benedited. Claqué: Evangelina Esteves. Traducción y adaptación: Marc Artigau. Intérpretes: Miguel Ángel Belotto, Diana Roig, Ricky Mata, Mireia Portas, Diego Molero, Tony Iniesta, Clara Altarriba, Diego Rodríguez. Teatro Nuevo Apolo. Madrid.


Ay va, ay va… ¡Ay “Babylon” qué mareo!

Saliéndome del guion habitual en Volodia, porque viene al caso, dejo aquí un apunte/reseña de Babylon, la nueva película de Damien Chazelle. Digo que viene al caso porque la superproducción, que tiene a la crítica de cine y al público divididos, viene a retratar el mismo lugar, la misma época y los mismos conflictos que “Cantando bajo la lluvia”: el momento en el que las películas de Hollywood empezaron a “hablar” -el salto del cine mudo al sonoro- y lo que aquello trajo para quienes no supieron o pudieron subirse al nuevo tren. Se acababa una época y con ella el esplendor y la diversión.

Tanto es así que hay dos guiños explícitos a Cantando bajo la lluvia a lo largo de Babylon, y el filme de Donen y Kelly tiene además una relevancia especial en la coda final, todo un homenaje al séptimo arte. Chazelle vuelve a dejar claro que es un director con lenguaje propio, no un artesano discreto. Un tipo que busca los titulares. Apasionada, ambiciosa y grandilocuente, la película es un órdago visual, plagado de excesos, planos inolvidables y personajes pantagruélicos que han llegado para devorarlo todo, incluyéndose a sí mismos.

Chazelle le pone en bandeja a Margot Robbie un papel para brillar, el de Nellie LaRoy, arribista dispuesta a convertirse en estrella -aunque sea fugaz- y a beberse la vida en trago y medio, y a Brad Pitt otro, el del astro en caída libre Jack Conrad, acaso el más sabroso del protagonista de Seven y Érase una vez en Hollywood, aunque para quien firma sea mucho mejor el Conrad del final, consciente de que todo ídolo tiene los pies de barro que el Conrad excesivo y algo histriónico del arranque de la película. Un papelón melancólico, el primero, para un actor, Pitt, en una madurez sorprendente.

Babylon deja cuatro o cinco escenas inolvidables. El retrato del desquiciado rodaje de una película medieval contra viento, marea y sol debería quedar para los anales de las escuelas de cine, por lo que muestra y, sobre todo, por cómo lo muestra. Pero en la virtud está el pecado de Chazelle, que a fuerza de querer epatar se pierde en el diapasón acelerado de una película esquizofrénica por momentos, un metraje que no encuentra hasta casi el final remansos de reflexión (soberbio el cara a cara entre Pitt y Jean Smart) y que tratando de convertirse en la película definitiva sobre la historia de Hollywood, acaba siendo una oscura pesadilla contemporánea con los peores defectos del lenguaje del videoclip. Quienes disfrutaron con Whiplash o La La Land reconocerán la genial mirada de su director, pero añorarán los ritmos de aquellas. Como diría el demoledor maestro interpretado por J. K. Simmons si hubiera visto Babylon: “Not quite my tempo”. Traduzco: Ay va, ay va… Ay, Babylon, qué mareo.

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