La guerra de China

Se e han llamado por teléfono Zelenski y Xi Jinping. El hermano mayor del malote de la clase ha tenido una charla con el chaval que se lleva la paliza diaria. Que sí, que el niño está fuera de control y algo le diré, pero hombre, castigarle no puedo, tú me entiendes. Pese a la cercanía y la tibieza de Pekín con Moscú, la foto dice mucho.

A China no puede gustarle lo de Ucrania, por más que se empeñen los de las camisetas del Che, una especie impermeable a la incómoda certeza de que el comunismo fracasó hace ya medio siglo, por  no decir uno entero. El viejo imperio ha ganado la Cuarta Guerra Mundial a Occidente sin pegar un tiro. La Tercera se la apuntó igual de fácilmente EE UU, cuando cayó el Muro de Berlín y Fukuyama decretó el fin de la Historia. China ahora es Stringer Bell, un empresario práctico que no presumía de Rolex y prefería que no corriera sangre en las esquinas, porque los tipos listos son más de show me the money y menos de buscar bronca en los bares. Nada personal, sólo negocios, baby.

A China ideología le suena hoy a chino. Tiene que hacer funcionar a un país con mil cuatrocientos millones de criaturas, de los que casi un tercio son ya clase media, ese estado en el que a la parroquia le preocupa más si Netflix quita las cuentas compartidas que el marxismo. Los únicos convoyes que los chinos mandarán irán cargados con sudaderas y neumáticos. La balanza comercial es su teatro de operaciones y no van a zurrarse con sus compradores, eso lo explican en primero de Empresariales aquí y en Pekín. Ellos, que nos mandaron el Covid-19, lo único a lo que temen -me lo ha confesado Xi Jinping- es a que les contagien con el virus de la semana laboral de 35 horas. La nueva Ruta de la Seda en huelga, imagínate, con los obreros quemando contendores y no les podríamos llamar chalecos amarillos, por la corrección política. No tiene visos de pasar y eso es malo para nuestro bolsillo, pero bueno para nuestra tranquilidad, porque mientras sea el más fuerte del recreo, el gigante no necesita demostrarlo.

Lo único a lo que temen -me lo ha confesado Xi Jinping- es a que se les contagien con el virus de la semana laboral de 35 horas

Va un tópico: el chino es currante, un pueblo hormiga, gente práctica sin mucha comedura de tarro moral o existencial. Van a lo que van. Quizá acabemos colonizados y bueno, no parece terrible si nos dejan seguir dándole al Jabugo y al Ribera, ver los Madrid-Barça, celebrar las Fallas y la Feria de Abril y tomar las uvas en la Puerta del Sol. Aunque sea en el Año Nuevo Chino. Me extrañaría, en cualquier caso, que veamos una guerra a gran escala declarada por Pekín. Si algún día se movilizan los portaviones o se lanzan los misiles, lo hará EE UU, porque a menudo los cristos los monta el que ve que ya no manda en el gallinero o llega tarde al reparto de la tarta. Mientras tanto, no nos queda otra que vivir con la cabeza entre las fauces del león asiático, como Ángel ídem. Por eso tranquiliza la charla por teléfono de Zelenski y Jinping, que ha sido un poco como las de Gila. Solo que maldita la gracia.