Las manifas

No soy de manifas. Quizá debería salir a la calle como hacen muchos amigos de un lado y otro. Pero no me ha dado nunca por ahí. Siempre me han parecido legítimas -las ampara la Constitución, si es que aún vale para algo- pero, a la vez, hay en ellas un sabor a frustración, un desafío a otros mecanismos democráticos: el voto, la autoridad de las instituciones, la libertad de prensa. La manifa es consigna y bulla, imposición por los números. Es conmigo o contra mí. Iría a una manifa donde se acogiera a alguien con una pancarta a la contra, pero eso es pedirle poesía al barro.

Las manifas son un sistema imperfecto de medición de la opinión pública. Que cien mil ciudadanos cabreados contra la Guerra de Iraq o contra la Amnistía salgan a las aceras quizá sea un éxito de convocatoria, pero lo que cuenta es cuántos millones han votado a la opción mala y cuántos a la peor. Gritar contra los tuyos es pueril: haber votado mejor. Hacerlo contra el de enfrente es un ejercicio de pataleta.

De todas las manifas a las que nunca fui solo lamento -puro sentimentalismo- no haber estado entre los millones de manos blancas que desafiaron a ETA cuando la salvajada de Miguel Ángel Blanco. A los asesinos les daba igual, pero la imagen ayudó a cambiar cosas en el País Vasco. Aunque hoy veo a Bildu en el Gobierno y no entiendo nada. Allí, por cierto, eran mucho de manifas, versión kale borroka. Adoquín y molotov. Legitima eso..

Las manifas lo retratan a uno. Dime a cuál vas y te diré quién eres. Se engaña quien ve en ellas razones morales: todas tienen un voto detrás.

Las calles han sido siempre de la izquierda y de la revolución. Era bien -que dicen ahora los modernos- tirarle papeleras a los maderos y rodear el Congreso. Con la pandemia, el barrio de Salamanca, que es un miniverso de antisistemas con Barbour en vez de kufiya, descubrió las caceroladas y esto a los rojos les revienta, porque creían tener en exclusiva lo de la pancarta. Estos días anda la Derecha arrojada a las calles. A mí tampoco me gusta el atropello a la separación de poderes que supone la Ley de Amnistía y el mercadeo indigno de Sánchez. La poli les ha gaseado y claman al cielo. Ahí los zurdos tienen callo. No soy experto, pero me da que plantarle cara a los antidisturbios lleva a estas cosas, más si asoman los aguiluchos y se escucha el Cara al sol. Amén de asquearme, no deja de fascinarme que aún haya nostálgicos de una dictadura que acabó hace medio siglo. ¿Han estado hibernados? Por eso, también, esta columna. Los compañeros vomitivos de manifa. Gente con la que mejor no tomarse ni un café.

Las manifas lo retratan a uno. Dime a cuál vas y te diré quién eres. Se engaña quien ve en ellas razones morales: todas tienen un voto detrás. Así que aquí va mi pancarta para hoy, que no verán en las calles: “No a otro Gobierno con independentistas. Otros pactos no deberían ser imposibles”. O si prefieren, la versión breve y forgiana: “Qué país”.