Los páramos del horror

MACBETH LADY MACBETH

Cada Macbeth que llega a los escenarios, casi cada gran tragedia de Shakespeare, es motivo de alegría y recelo. Tantos han sido los montajes faltos de pulso –como el último que se vio en Madrid, protagonizado por Eusebio Poncela–, que el espectador va al teatro con poca fe. Encontrarse con un gran espectáculo, ambicioso y repleto de energía como es el de Carles Alfaro, pese a sus fallos, reconcilia al amante del teatro con la capacidad de la escena española para abordar este inmenso texto. Alfaro brilla en su concepción de lo que ha de ser, visualmente, la tragedia del ambicioso y sangriento general: su ascensión al poder, previo asesinato del Rey Duncan y de su amigo Banquo, encuentra un paisaje fiel e inquietante en el espacio que ha creado el director valenciano: una Escocia oscura y mística recreada en una escenografía orgánica, de tierra y riachuelos, de nieblas y raíces colgantes; juega sabiamente Alfaro en distintos niveles: en vertical, situando en un horizante elevado sobre el escenario algunas escenas; y en horizontal, dando vida a sus actores por entradas y salidas diversas, en torretas a los lados de los espectadores, en poderosas puertas de castillos que anuncian enemigos y tragedias. Y resuelve con acierto monólogos y encuentros –como el de las tres brujas– convirtiéndolos en voces interiores de Macbeth, un Príncipe de Cawdor, después Rey, más introspectivo y psicoanalítico que en otras ocasiones.

Hay rabia en el Macbeth de Francesc Orella, un actor con mayúsculas, que sabe ser débil cuando es su cruel esposa la que le domina; sabe igualmente ser implacable, temible, cuando asume su destino. La otra mitad del binomio sangriento está a la misma altura interpretativa: sólo cabe saludar el regreso de Adriana Ozores a los escenarios: la televisión nos roba a una gran actriz. Junto a ellos, el Duncan de Víctor Valverde es lo mejor: un viejo monarca sabio y recio.

Hay rabia en el Macbeth de Francesc Orella, un actor con mayúsculas, que sabe ser débil cuando es su cruel esposa la que le domina; sabe igualmente ser implacable, temible, cuando asume su destino

También el Banquo de Carlos Heredia, sobrio y acertado. Cabría pedirle más exactitud en los ritmos a Andrés Herrera, cuyo Macduff parece desincronizado en la entonación: y algo más de emoción, de entrega, a Vicenta Ndongo en el papel inventado de un sargento, demasiado átono, que Alfaro se saca de la manga para justificar su versión-adaptación, en la que corta sin piedad el texto de Shakespeare y se atreve a añadir de su cosecha.

Y aquí llegamos a lo peor de una propuesta que impacta, que acecha a las emociones del público con su inteligente iluminación y escenas de soberbia dirección (pienso en Macbeth, desencajado en la reunión con sus generales, subido a la mesa, al creer ver el fantasma de Banquo), pero que peca de esa maldita manía tan “moderna” de adaptar con exceso de libertad. ¿Es que el texto de Shakespeare no es lo suficientemente bueno? Lo de las pistolas ya aburre: ¿si todo es teatro, ilusión, si todo es metáfora del horror, no cumplen igual las espadas? Como revolución teatral, hace veinte años aún se entendía. Hoy da risa escuchar en un Shakespeare que, por lo demás, mantiene cierto aire medieval –aunque con sus oportunos anacronismos– órdenes como “que los fusilen”. Al “horror”, que tan bien acierta a retratar Alfaro, le sobran disfraces.


Autor: William Shakespeare. Traducción: Esteve Miralles. Versión, dirección y espacio escénico: Carles Alfaro. Iluminación: Pedro Yagüe. Intérpretes: Francesc Orella, Adriana Ozores, Víctor Valverde, Vicenta Ndongo, Carlos Heredia, Andrés Herrera, Jorge Suquet, David de Gea… Naves del Español-Matadero Madrid. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Junio 2008).

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