TÓRTOLAS, CREPÚSCULO Y TELÓN
Tórtolas. Crepúsculo. Y telón. Y después del telón, el homenaje. Francisco Nieva se llevaba las manos al pecho emocionado. El Teatro Valle-Inclán premió anoche al dramaturgo con uno de los aplausos más sinceros y prolongados que ha visto la joven sala en su nueva etapa. Y que se han visto, incluso, en Madrid en los últimos años. El público del estreno reconocía así un derroche de ingenio y de teatro. También, de alguna manera, saludaba y despedía a un tiempo a un veterano, un viejo conocido al que ojalá le queden muchas noches mágicas, aunque los hechos induzcan al pesimismo: ha tardado ocho años en volver al Centro Dramático Nacional, desde El manuscrito encontrado en Zaragoza, en 2002.
¿Crepúsculo, pues? Y, sin embargo, parece por un lado que escribiera un adolescente contagiado de frases arrebatadas. Y por otro un sabio mordaz en su retrato de esa amante que da disgustos, el teatro, y sus derroteros, que no parece compartir. «Todo se acabó para mí. Estoy aburrida, harta del teatro. Ya es seguro que me he de retirar». ¿Habla Trapezzia, la protagonista, o un autor desencantado del «teatro difuso», el que defiende Zemira, su antagonista, en el que todo vale? Este brillante y casi desconocido texto de los años 60 con el que Nieva vuelve al CDN está a la altura de Nosferatu y Pelo de tormenta, y de su teatro furioso. Comparte de hecho elementos con textos como La carroza de plomo candente: ahí están unos monjes armenios, que bien pudieran ser inquisidores.
Nieva, reaccionario confeso a través de Trapezzia, nunca lo ha sido en su vida. Al revés, ha representado la vanguardia. Este montaje habla de un hombre que sabe mirar al pasado para vivir en el futuro
La prosa psicológica y respondona de Nieva arroja hallazgos lapidarios. Apunten: «Morir desconocida como actriz entre espectadores famosos, eso sí que es humillación». Lo dice la enfermiza Opal, una de los seis cómicos que forman la compañía de Trapezzia. Han ido a dar con sus huesos a un teatro decadente del que, de forma buñueliana, algo les impide salir: allí, encerrados, divagan con el miserable portero del inmueble, Senedian –un camaleónico Manuel de Blas, en su papel más surrealista–, y sobre todo frente a la némesis de Trapezzia y su carrera, Zemira –Jeannine Mestre da vida a esta malvada encarnación del éxito fácil con gracia y látigo–, defensora de la revolución y representante del fin del mundo que conocían: ya no habrán de actuar, les dice, simplemente vivir frente al público e interactuar con él. Nieva, visionario, inventó sin saberlo Gran Hermano hace cuatro décadas.
Sería fácil juzgar la tesis como el berrinche de un inamovible. Nieva, reaccionario confeso a través de Trapezzia, nunca lo ha sido en su vida. Al revés, ha representado la vanguardia. Este montaje, del que es también director, habla de un hombre que sabe mirar al pasado para vivir en el futuro, más que muchos que van de modernos: hay expresionismo, pantomima, mimo y cabaret, comedia dell’arte, teatro del dolor… Está todo en una puesta en escena vibrante que tiene explosiones de papeles voladores, telones asesinos que se ciernen sobre los protagonistas –¿sobre la profesión?– y, sobre todo, seis personajes que se han encontrado en su autor.
La escenografía enfermiza y grotesca de José Hernández, que recrea un teatro abandonado con palcos ocupados por nuevos ricos y otras especies, sirve con elegancia y belleza a la idea que teme Nieva: la muerte del teatro
Pablo Baldor y Fernando Gallego se entregan con alegría como los ingenuos hermanos Barrabás, todo energía; Beatriz Bergamín da vida con languidez a la moribunda belleza Opal; José Lifante es un flemático Cayo Marzio, el galán en declive; y la simplona Camila encuentra en Ángeles Martín un rostro y una voz pletóricos y divertidos. Pero, sobre todo, está Trapezzia. Una primera actriz que es, en Esperanza Roy, todo lo que uno espera de una diva. El tiempo ha pasado por ella, pero intuimos el genio que hubo. «Yo sigo siendo grande. Son las películas las que se han quedado pequeñas», que diría Norma Desmond.
Ayudada por un gran vestuario, que firma Rosa García Andújar, la escenografía enfermiza y grotesca de José Hernández, que recrea un teatro abandonado con palcos ocupados por nuevos ricos –con una divertida Trinidad Iglesias– y otras especies, sirve con elegancia y belleza a la idea que teme Nieva: la muerte del teatro. Porque esto es una historia de terror en definitiva. Y triste por lo tanto, por más que su envoltorio sea divertidísimo.
Autor: Francisco Nieva. Dirección: Francisco Nieva. Intérpretes: Esperanza Roy, Manuel de Blas, José Lifante, Jeannine Mestre, Ángeles Martín, Beatriz Bergamín, Pablo Baldor, Fernando Gallego, Trinidad Iglesias, Isabel Ayúcar, Carlos Velasco… Escenografía: José Hernández. Iluminación: Nicolás Fischtel. Vestuario: Rosa García Andújar. Música: Ángel Galán. Teatro Valle-Inclán. Madrid. Mayo 2010.
Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Mayo 2010).