BEST OF BE FESTIVAL 2017
En tiempos de Brexit, de distancia y separación, la presencia en Madrid de un pequeño menú degustación -delicioso, supo a poco, we want more– del más puntero de los encuentros ingleses de artes escénicas, el BE Festival, además de suponer un gustazo y una oportunidad de ver qué se cuece en el resto de Europa, supone un mensaje trascendental para la sociedad en la que nos gustaría vivir. A mí, al menos. Porque la cita de Birmingham, que dirigen desde sus comienzos dos españoles, Isla Aguilar y Miguel Oyarzun, es una puerta abierta, un melting pot (ahora que también EE UU mira hacia dentro de sus fronteras conviene recordar el espíritu de su expresión fundacional) de nacionalidades y lenguajes escénicos. Bien por La Abadía al programar estas cuatro noches en las que asomarse a voces e ideas nuevas (antes, hubo dos funciones en el Corral de Alcalá, del que justo hoy se anunciaba nuevo equipo de dirección, Carlota Ferrer y Darío Facal, y después visitarán Lekeitio, Pamplona y Vitoria).
“La cita de Birmingham, que dirigen desde sus comienzos dos españoles, Isla Aguilar y Miguel Oyarzun, es un melting pot de nacionalidades y lenguajes escénicos”
La selección que llega a La Abadía es una muestra de un festival que ofrece en unos pocos días unas veinte piezas en el Birmingham Repertory Theatre y que, como explicaron sus directores sobre el escenario, recibe un millar de propuestas cada año. De esa veintena, tres han venido a España. Tres piezas de cerca de media hora cada una, tres lenguajes escénicos y una Babilonia compleja en escena, con compañías y pasaportes diversos.
El primer plato, Vacuum, firmado por el coreógrafo Phillip Saire con su compañía suiza, logró concentrar toda la atención del público con un viaje visual hipnótico. Con la sala a oscuras, dos neones horizontales paralelos, uno por encima del otro, van dejando entrever unos extraños movimientos, como si hubiera telas, formas o seres etéreos que quisieran surgir de las sombras. Poco a poco vamos entendiendo que son cuerpos desnudos, los de los dos bailarines protagonistas de la pieza, Philippe Chosson y Pep Garrigues. Sus espaldas, sus brazos y piernas, emergen y vuelven a caer en la oscuridad, como ballenas asomando en la noche del océano. Pero hay algo raro: sus cuerpos son enormes, gigantes a los ojos del espectador, dos seres que parecen extraídos de un sueño o un cuento. Son ángeles o demonios, irreales. No pueden ser tan grandes. ¿Cómo es posible? Reconozco que pasé la pieza pensando que asistía a una instalación de vídeo o una retransmisión en vivo de alta definición, un artilugio audiovisual que engaña al ojo para jugar al 3D. La realidad es más sencilla y llamativa: no hay vídeo, los bailarines están en escena y es el contraste entre la oscuridad de fondo y la iluminación -los neones lo logran- lo que trastoca la percepción. El resultado es fascinante e invita a pensar en las direcciones por las que la danza contemporánea puede caminar de la mano de la tecnología. Las proyecciones ceden paso a los efectos sensoriales. El cuerpo es un interfaz más completo que cualquier máquina si se sabe programar adecuadamente.
“El resultado de Vacuum es fascinante e invita a pensar en las direcciones por las que la danza contemporánea puede caminar de la mano de la tecnología”
Pasada la fascinación, llegó el turno del disfrute y el entretenimiento. Robin Boon Dale, solo en escena, propuso una pequeña velada circense, una reflexión ensayística, una clase gratis sobre las posibilidades de la creación artística y un divertido número cómico. Todo eso, ya ven, cabe en What Does Stuff Do?, 30 minutos de mucho más que malabares. La parte técnica, contada, quizá no impresione mucho, pero en algunos momentos estaba a la altura de los mejores artistas de grandes circos: primero, juegos con una pelota y una pala de ping pong y un aro, que se van complicando exponencialmente. El artista comienza a explicar su teoría de los objetos y el contexto, cómo el propio cuerpo, convertido en herramienta, condiciona las posibilidades creativas, cómo los sistemas cambian con el propio hecho artístico. Parafraseando a Zygmunt Bauman, los llamó “malabares líquidos” y pasó a hacer juegos de manos con copas llenas. Analizado individualmente, el número circense del agua volando de una copa a otra era poco espectacular, pero el británico demostraba con la aplicación al terreno práctico la teoría expuesta, transmutado en malabarista, payaso, maestro de ceremonias y teórico en escena. Un filósofo del circo en bañador y enredado entre los hierros de su pizarra. El resultado es de una frescura sin tacha.
“Palmira podría ser puro Haneke si no fuera porque es delirantemente divertida, algo que el austriaco nunca ha sido. Pero, como su cine, es violenta y sombría en el fondo”
El cierre corrió a cargo de los franceses Bertrand Lesca y Nasi Voutsas, con Palmira, una de esa piezas que desafían al aburrimiento y a la ortodoxia. Palmira podría ser puro Haneke si no fuera porque es delirantemente divertida, algo que el austriaco nunca ha sido. Pero, como el cine de aquél, es violenta y sombría en su fondo, y esconde mensajes que van aflorando sobre el juicio y el prejuicio, la convivencia, la personalidad y la democracia, si se quiere leer hasta ahí. En apariencia, asistimos a un espectáculo inmersivo. Derruida toda cuarta pared, el proceso de creación incluye al espectador en las cuitas de Bertrand y Nasi, suerte de Laurel y Hardy alternativos peleándose por Dios sabe qué. Sencillamente no se soportan, y la guerra de envidias, de egos, de aguantes, explota en escena por un quítame allá esos fragmentos. Bertrand y Nasi son actores, trabajan juntos, y provocan al público para que juzgue. No hay una participación realmente activa, sino una inteligente invitación a tomar partido en nuestro fuero interno, a involucrarnos y sacar conclusiones: alguien tiene que pagar los platos rotos. Lo hacen con ingenio y un torrente de esfuerzo y entrega físicos y emocionales. Palmira tiene una energía malvada detrás de la sonrisa que hace de la pieza un cierre impactante.
Acaba la función y uno se va a casa pensando que cuanto más nos empapemos en España del talento del resto de Europa, mejor será para todos. Supongo que la ejecución -cómo detesto la palabra “implementación”- del Brexit, cuando suceda después de la larga negociación, no implicará que aquí dejemos de ver teatro británico, ni que allí, al otro lado del Canal, ya no lleguen propuestas de fuera. Pero probablemente habrá más barreras, menos facilidades, menos oportunidad. Todo será más triste.
BEST OF BE FESTIVAL 2017. VACUUM. De Cie Philiippe Saire. WHAT DOES STUFF DO? De Robin Boon Dale. PALMIRA. De Bertrand Lesca & Nasi Voutsas. Teatro de La Abadía. Madrid.