JOSÉ K. TORTURADO
En La paz perpetua, Juan Mayorga se servía de un título kantiano para plantearse, a través de una fábula contemporánea, una pregunta interesante y espinosa: ¿es lícita la tortura si sirviéndose de ella se puede evitar la muerte de inocentes? Para entendernos, no ya la tortura para arrancarle a un terrorista detalles sobre su organización y por lo tanto atentados futuros, sino algo inmediato: el lugar exacto en el que hay una bomba que va a estallar en unas horas. Eso mismo parece querer plantear José K. torturado, un monólogo del periodista y escritor español Javier Ortiz. Aunque las finalmente la propuesta intelectual de Ortiz se aleja, por desgracia, de la de Mayorga.
Ortiz fue un periodista vasco con simpatías de extrema izquierda, tanto que en su juventud fue miembro de ETA. Muchos le recordamos por sus columnas en El Mundo, donde era un verso suelto, y en sus últimos años escribió en Público. Recuerdo leerle con satisfacción por la variedad de opiniones en aquel periódico de Pedro J. por aquello de la diversidad ideológica y por su capacidad para ser contestatario, y a la vez con cabreo por su defensa de lo que a menudo parecía indefendible. Hoy, viendo José K. torturado, sigo pensando igual.
El debate planteado por Mayorga y, en menor medida, por Ortiz, es apasionante. La respuesta no está clara. Muchos lectores responderán que sí a la pregunta planteada y ello no los convierte en monstruos, pero probablemente los que respondan -como hacía Mayorga a través de su personaje protagonista, y como proponía Kant- que no, que nunca es lícito el uso de la violencia para evitar otra violencia, están armados de razones de gran calado filosófico. Es lo interesante de las preguntas complejas, que no admiten respuestas sencillas.
Ortiz fue un periodista de origen vasco y simpatías de extrema izquierda, tanto que en su juventud fue miembro de ETA. Muchos le recordamos por sus columnas en El Mundo
Personalmente, siempre he lamentado la tortura y la muerte ejercidas por el poder, bajo cualquier justificación (incluyo la pena de muerte dictada por un sistema legal). Entiendo que cualquier persona que no tenga horchata en las venas, si sabe que podría perder a un ser querido si no le aprieta las tuercas al terrorista, haría (haríamos, creo que me incluiría) lo que estuviera en su mano hacer y se olvidaría de minucias éticas. Pero eso es otro cantar. Eso es en caliente. En frío, el Estado se convierte en lo que debe combatir cuando emplea las mismas armas que los “malos”. Y es solo uno de muchos argumentos posibles.
El gran problema de José K. torturado es la simplificación de su mensaje, que acaba convertido en una cuasi justificación del terrorista. No es banal la forma: el monólogo excluye otras voces. Cuando sólo escuchamos a José K., detenido y torturado por las fuerzas del orden ante la inmediatez de una explosión fatal por una bomba que él ha puesto, diciendo que no se arrepiente de nada, que odia a la sociedad que le rodea y que quiere verla sufrir, saltar por los aires, cuando desde su discurso, monolítico y único, se convierte a los policías en seres malvados capaces de lo peor, de torturarle a él y a sus seres queridos, de cometer las peores barbaridades no ya en nombre del Estado o de la seguridad de los ciudadanos, sino por pura crueldad, entonces el planteamiento dramático se ha extraviado.
Si estuviéramos en un ring de boxeo, Ortiz no estaría preguntándose desde el público si alguno de los púgiles está dando golpes bajos, sino convenciéndonos desde el micrófono de cuál de ellos es el más sucio de los dos, por más que el otro haya pegado primero.
El gran problema de José K. torturado es la simplificación de su mensaje, que acaba convertido en una cuasi justificación del terrorista. No es banal la forma: el monólogo excluye otras voces
El personaje de José K. me recordaba al del Joker en la escena en la que Alfred (Michael Caine) le explicaba a Bruce Wayne (Christian Bale) que algunas personas solo quieren ver arder el mundo. La locura de José K., su odio, parecen justificarle: en su caso hay una motivación ideológica detrás, al menos en sus comienzos, pero ha devenido en lo antisistémico. No hay crueldad en sus actos, que nos son explicados con detalle durante hora y cuarto. Hace lo que hace por “necesidad”. Tiene que reventar la realidad. No hay otra opción. He ahí la trampa: él, se nos dice, no tiene elección. El Estado, en cambio, sí la tiene, pero opta por el mal camino. Los agentes que intentan arrancarle la confesión son sicarios legales, mercenarios del dolor, voces anónimas narradas por el propio detenido en las que intuimos la represión más inhumana. Cuidado con la policía, ya saben.
No es casual tampoco el contexto: José, nombre español, K., probable apellido vasco. Ortiz, cuya militancia y simpatías conocemos -aunque con los años se reciclara en periodista y, no lo dudo, hombre de paz-, no juega limpio: no da más detalles, pero parece obvio, conociendo su trayectoria y leyendo sus artículos, que en su mirada está el País Vasco. Ya saben, el Estado represor español. El mensaje chirría en tanto que en España se han cometido atrocidades, todos lo sabemos (Lasa y Zabala están siempre ahí, no digo más). Pero las que Ortiz narra en esta obra parecen sacadas de algún régimen totalitario del cono sur americano de los 70 u 80.
Hay algo animal y poderoso en la interpretación de Hermés, una entrega conmovedora que solo los grandes actores alcanzan
Todas estás consideraciones de fondo debilitan lo que podría haber sido un interesante debate sobre la tortura -como lo era el de Mayorga, y tampoco en lo dramático Ortiz está a la altura del nuevo académico de la RAE-, y condicionan el disfrute de un valioso montaje que tiene todo lo demás: una apuesta escénica y dirección sobresalientes firmadas por Carles Alfaro y un inmenso trabajo actoral de una bestia llamada Iván Hermés que se come el escenario con sangre, sudor y lágrimas.
Alfaro encierra a José K./Hermés en un cubo de cristal, desnudo, atado, en un semi escorzo de espaldas a parte del público. Su rostro será su voz, a través de una proyección por encima del cubo. La fuerza de ambos recursos, ver la celda transparente con el actor angustiado y frágil, expuesto, y su rostro narrando su caso con mirada y gestos descompuestos, son teatro con mayúsculas. Hay algo animal y poderoso en la interpretación de Hermés, una entrega conmovedora que solo los grandes actores alcanzan.
Sólo les ha faltado a Alfaro y Hermés elegir un texto cuyo sesgo ideológico no convierta al mensaje en una justificación inadmisible del terrorismo. Lo formal, el continente es aquí un goce. El contenido, un lamentable ejemplo del peor teatro político (enmascarado, eso sí) al servicio de una causa errada.
Texto: Javier Ortiz. Dirección, dramaturgia y espacio escénico: Carles Alfaro. Intérprete: Iván Hermés. Espacio sonoro: José ANtonio Gutiérrez y Joan Cerveró. Teatro de La Abadía. Madrid.