THE SCARLET LETTER
Hace ya años que Angélica Liddell dejó de ser una creadora del circuito minoritario para convertirse en una artista con una capacidad de convocatoria arrolladora. Sus estrenos en Madrid son obligados para quienes quieren estar al tanto de lo último en creación escénica contemporánea (también para dejarse ver y aparentar, claro, como en todo fenómeno similar, aunque esto no es exclusivo de Liddell). Arranco con este detalle periférico que puede tener poco que ver con lo que la dramaturga y directora propone desde el escenario porque su capacidad para ser altavoz me parece importante en esta ocasión.
Hacía años que el discurso de Liddell no me parecía tan maduro y poderoso, tan certero y necesario. Y, por desgracia, hacía años que no me desesperaba tanto viendo una de sus piezas. Digo por desgracia porque, con un buen armazón escénico, teatral, The Scarlet Letter podría haber sido un hito, un espectáculo superlativo en todos los sentidos, y no sólo un gran texto. Y digo que me desesperaba porque el tedio puede ser desesperante en un patio de butacas.
Hay dos Liddell bien diferenciadas en The Scarlett Letter, título de la novela de Nathaniel Hawthorne que Liddell reinventa con acierto para hablar de neopuritanismo, fariseísmo, censura e imposición moral. La primera, la directora, grandilocuente y ambiciosa, pero fallida en lo ritual y abundante en lo habitual, o sea, lo que se lleva. La segunda es la dramaturga en estado de gracia.
Hay dos Liddell bien diferenciadas en The Scarlet Letter, título de la novela de Hawthorne que Liddell reinventa con acierto para hablar de neopuritanismo, fariseísmo, censura e imposición moral
Digamos que cuando el espectador lleva viendo diez minutos de acciones corporales en series de repeticiones -por ejemplo, parejas de intérpretes desnudos colocando y recolocando mesas por el escenario-, comienza a preguntarse por el sentido de la vida o por si se ha dejado las luces encendidas en casa. Y cuando asiste a otra serie en la que esos mismos actores-performers, siempre desnudos, saltan de forma atlética, o cuando zarandean de forma sexual abetos fálicos, es imposible no pensar en las deudas y las herencias creativas. En concreto, en la huella indisimulada de Jan Fabre.
No me detendré mucho más en el montaje. Como siempre, en Liddell, hay momentos poderosos, conmovedores. Me gustó un juego de telones sucesivos cayendo y alguno más. Pero, en gran medida, la sucesión de imaginería religiosa (la idea es acertada para empezar, pero no va más allá), juegos con mobiliario y coreografías de cuerpos aportan poco al diccionario escénico de una artista que ha tenido decenas de momentos memorables en su carrera.
La actriz saetea a sus congéneres con el discurso más misógino que se haya escuchado en un escenario, una auténtica diatriba contra la mujer que odia por sistema, la misándrica
La Angélica Liddell dramaturga es harina de otro costal. Supongo que habrá una parte de la población que despotrique contra el mensaje de la autora. Pienso en unas cuantas directoras y actrices españolas. Liddell se erige en suma provocadora y desestabilizadora, esta vez haciendo del objeto de sus bombas nucleares al movimiento MeToo y a la sociedad del matriarcado acusador. Lógicamente, como buena provocadora, lleva las cosas al extremo. Y hablar de extremos en Liddell es hablar de muchos pueblos pasados. Hay que conocer y entender su capacidad y necesidad de verbalizar el exceso sin maquillajes. Conocer su parte de personaje poético que dice barbaridades para que pensemos.
Se escucharon risas en los Teatros del Canal cuando la actriz saetea a sus congéneres con el discurso más misógino que se haya escuchado en un escenario, una auténtica diatriba contra la mujer que odia por sistema, la misándrica, la que estigmatiza al hombre y convierte en persecución legal lo que no debiera salir del ámbito de lo moral. Un río de rabia contra sus compañeras de género que van camino de asexuar la existencia común, relegando lo carnal a un espacio prohibido. No sé a mis compañeros de sala, pero a mí me pareció que, salvadas las lógicas distancias entre el pensamiento y el teatro, ya era hora de que alguien dijera algunas verdades descomunales para frenar la idiotez que, de lo contrario, acabará devorándonos como especie, si es que no nos extinguimos antes.
De eso, del nuevo puritanismo, trata claramente -pocas veces ha sido tan meridiano un discurso- The Scarlett Letter, juego de paralelismos con la historia de Hester y Arthur, la infiel y el sacerdote, los protagonistas de la novela de Hawthorne. Así, de negro salemita con la letra ‘A’ bordada en el pecho, se nos aparece Liddell, adúltera convicta y confesa de los bosques de Europa. Señalada pero gozosa, clamando por una nación de sexo y libertad. Una performer que sigue mostrando su cuerpo, metiendo el dedo en la llaga -y en otros lugares-, y que, por una vez, probablemente vaya a incomodar más a la nueva sociedad biempensante con su verbo acusador que con su puesta en escena orgiástica. Si no es así, si nadie se escandaliza con esta letra escarlata cosida con sangre y fluidos sobre la piel de los ofendidos, igual todavía hay esperanza.
Texto, escenografía, vestuario y dirección: Angélica Liddell. Intérpretes: Angélica Liddell, Sindo Puche, Joele Anastasi, Tiago Costa, Julian Isenia, Borja López, Tiago Mansilha, Daniel Matos, Eduardo Molina, Nuno Nolasco, Antonio Pauletta, Antonio L. Pedraza. Con la participación de: Juan Aparicio, Thomas Sgarra, Philomene Troullier. Iluminación: Jean Huleu. Vídeo y sonido: Antonio Navarro. Teatros del Canal. Madrid.
Una respuesta a «Liddell en estado impuro»