LA VOLUNTAD DE CREER
El arte no siempre es osado. Incluso entre las autoproclamadas vanguardias, a menudo se ven propuestas que se acomodan a las corrientes imperantes o que, siendo en lo formal rompedoras, abordan viejos temas. De vez en cuando, sin embargo, un creador sorprende con una apuesta realmente valiente. La voluntad de creer, al margen de otras consideraciones, es uno de los montajes más atrevidos de los últimos años.
El nuevo trabajo de Pablo Messiez no es osado únicamente porque indague en lenguajes heterodoxos, invite al espectador al teatro más contemporáneo o apueste por la recuperación reformulada de un clásico del cine danés en blanco y negro, Ordet (La palabra), de Carl Theodor Dreyer. Lo es además por el hueso que muerden aquel clásico y esta adaptación libérrima de la obra de teatro de Kaj Munk en la que Dreyer se basó: la fe. O, más bien, la posibilidad y la naturaleza de la fe. De este, a priori, complicado punto de partida, ha surgido un montaje vibrante que no hace concesiones, que juega a la comedia y a la tragedia sin perderse, que es a la vez poesía y metafísica. Una obra insobornable e imprescindible que deja con el corazón en la boca y la lágrima en el ojo y que pone el listón de la temporada recién arrancada muy alto.
Lo que en el filme de Dreyer es oscuridad, interiores opresivos y un uso del tiempo narrativo que parece anunciar algo terrible, en el montaje de Messiez se convierte en luz y cercanía
Lo que en Dreyer es oscuridad, interiores opresivos y un uso del tiempo narrativo que parece anunciar algo terrible, en el director de montajes como Los ojos, Las palabras o Las canciones se convierte en luz y cercanía. Es una apuesta, de nuevo, valiente, pues al cabo, tanto Dreyer como Messiez abordan una historia que habla de vidas marcadas, de dolor, de incomprensión y de muerte. Aunque sea complicado aceptar el concepto “spoiler” en una obra escrita en 1925 y un clásico del cine estrenado en 1955, por aquellos que no conozcan la historia evitaré profundizar en sinopsis y giros argumentales.
Digamos que Ordet y La voluntad de creer nos asoman a las vidas de varios personajes en algún rincón perdido (en la película, un pequeño pueblo danés, en el montaje, sencillamente “aquí”) golpeados por un conflicto de religión. En el filme, el patriarca de una granja, propiedad de la familia rica del pueblo, tiene tres hijos: el mayor, casado y a punto de ser padre, ha perdido la fe. El mediano deambula en un aparente delirio desde hace años diciendo ser Jesucristo. El más joven está enamorado de la hija de un sastre local, pero ve cómo su intención de casarse con ella choca con la diferencia de credos entre ambas familias.
Como en el filme, hay un amor puro y hermoso, ocurre una tragedia, hay debate -no tanto acaso sobre la fe, sino sobre el poder de la voluntad- y sucede lo inesperado, en un final antológico
Messiez adapta y da una vuelta a todo, acercándolo al contexto actual: hay en el montaje también un hermano que se pasea por la casa anuncianándose como un mesías, pero el patriarca es en la pieza matriarca, la pareja casada y embarazada es de mujeres y a la vez encarna el conflicto de no ser aceptadas por la madre conservadora, mientras que la tercera hija, una poeta que se consume en el pueblucho, se mide a sus propios demonios creativos y espirituales. Como en el filme, hay un amor puro y hermoso, ocurre una tragedia, hay debate -no tanto acaso sobre la fe, entendida como fe cristiana, ni siquiera sobre el teísmo, sino, como sugiere el título, sobre el poder de la voluntad- y sucede lo inesperado, en un final antológico que ilumina a los personajes y deja al espectador emocionado.
Desde un espacio diáfano y blanco que poco a poco irá cerrándose sobre sí mismo -un hermoso espacio escénico diseñado por Max Glaenzel, que la soberbia iluminación de Carlos Marquerie ayuda a construir-, Messiez apuesta por un trabajo actoral intenso que conjuga la inmersión, la catarsis y lo cómico. Un sexteto de intérpretes repleto de talento, con una divertida Rebeca Hernando y una atribulada Carlota Gaviño, siempre en su sitio, dan la bienvenida al público desde antes de arrancar, destruyendo convenciones y generando una expectación y un tono: la tragedia y el milagro son parte de su mirada y de su voz, en especial de la pareja llena de intensidad a la que dan vida Marina Fantini y Mikele Urroz.
José Juan Rodríguez e Íñigo Rodríguez-Claro interpretan al hermano iluminado y al médico, redondeando el buen hacer del sexteto en un montaje que carga más el peso en la parte femenina que en la masculina, pero en el que cada pieza es necesaria.
“Hay muchos pequeños milagros, pero no los vemos. Dios oye el ruego de la gente, pero lo hace un poco a escondidas para no causar tanto revuelo”, dice uno de los personajes en la película de Dreyer. Otro pequeño milagro se llama teatro y sucede a veces sobre un escenario. Se hace entonces la luz y el espectador siente que ha vivido algo especial, aunque sea una hermosa mentira y dure solo un rato.
Autor: Pablo Messiez a partir de La palabra de Kaj Munk. Dirección: Pablo Messiez. Intérpretes: Marina Fantini, Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro y Mikele Urroz. Escenografía: Max Glaenzel. Iluminación: Carlos Marquerie. Vestuario: Cecilia Molano. Entrenamiento corporal: Elena Córdoba. Sonido: Iñaki Ruiz Maeso. Matadero Madrid-Naves del Español (Sala Max Aub). Madrid.