LA TUMBA DE MARÍA ZAMBRANO (PIEZA POÉTICA EN UN SUEÑO)
Hay espectáculos que se hacen desde la cabeza, otros desde las tripas, algunos desde el corazón. Algunos tienen un poco de todo, otros tienen mucho cuerpo pero poca alma, y los hay que son todo espíritu. Esta ensoñación sobre María Zambrano que han concebido la dramaturga Nieves Rodríguez Rodríguez y la directora Jana Pacheco tiene mucha alma. Y muy definida: es toda ella una hermosa y triste cajita musical tallada en mármol con aroma a limonero.
La tumba de María Zambrano es una ficción poética sin demasiada narrativa ni grandes descubrimientos, pero con una sensibilidad y tempo cargados de emoción. Como aquella obra de Gala, transcurre en un cementerio en el que por azar un chaval de hoy en día hambriento, la Europa que no queremos ver parece decirnos Rodríguez, convoca al fantasma de la escritora (“levantate, amiga mía, y ven”, lee en su tumba). El montaje se nos ofrece así, vestido de elegía poética u onírica, como abrir un álbum de fotografías anotadas, melancólicas, algo desoladas, de una mujer que amaba las palabras, en el que uno pasa las páginas esperando una explicación que nunca llega.
“Esta ensoñación sobre María Zambrano tiene mucha alma. Y muy definida: es toda ella una hermosa y triste cajita musical tallada en mármol con aroma a limonero”
Lo que no es esta tumba estrenada por el CDN: un viaje biográfico ni una inmersión en la prosa de Zambrano. Quien aspire a conocer mejor a la autora republicana exiliada, que acuda mejor a sus libros o pruebe suerte en otros espectáculos (en estos momentos hay un texto suyo, Diotima, en La Puerta Estrecha). En ese sentido, y como recuperación de otra intelectual clave, era más completo el retrato biográfico de María Moliner en El diccionario.
Rodríguez prefiere imaginar cómo Zambrano, espíritu de las Navidades pasadas de la España que se mató a sí misma, mira a su propia historia. Ha perdonado lo que tuviera que perdonar y busca entre todas las palabras, escarbando en la tierra, una: “Paz”.
“Su hermana Araceli es otro de los fantasmas de este cementerio, mientras sus gatos se pasean como sombras juguetonas por el imaginario audiovisual del montaje”
Con inteligencia y sensibilidad, la dramaturga prefiere no plantear otro choque de Españas. No hay alusiones directas a la guerra ni a la dictadura, aunque es obvio que están ahí, como paisaje indeleble. Es pura memoria histórica, aunque más memoria que histórica. “Ya pasó”, le dice Zambrano a su hermana, la también filósofa Araceli, cuya pareja, Manuel Muñoz Martínez (que habia sido director general de Seguridad del Gobierno de la República), fue capturado en París, deportado por la Gestapo y fusilado en España. El siniestro SS que la fuerza en una danza de la muerte, un vals opresor memorable, le pone cuerpo, que no rostro, a algunas de las palabras que sobrevuelan el montaje: dolor, sangre, tortura. Hay otras: amor, recuerdos…
Araceli es otro de los fantasmas de este ajetreado cementerio, de luto y convertida en bailarina de la caja musical que plantea Pacheco, mientras sus gatos -llegó a tener 13, lo que complicó en ocasiones su exilio- se pasean como sombras juguetonas por el imaginario audiovisual del montaje. Junto a ambas, el espíritu de unas Navidades aún más lejanas: la niña Zambrano, enferma siempre, y su padre, catedrático de Gramática que la enseñaba a leer.
Emociona en conjunto el trabajo de los actores, cuidado y coreografiado con mimo, con una Aurora Herrero señorial, elegante en su actuación y de impecable presencia y dicción, trasunto de la Zambrano que cabe imaginar, mientras la voz de la autora suena de fondo. Y convence la María niña de Irene Serrano. Qué difícil es interpretar a un niño y no convertirse en el intento en un adulto que interpreta a un niño. En la recreación de Serrano están el juego y la emoción, pero también la curiosidad, la tranquilidad y esa forma de preguntar las cosas que tienen los pequeños desde su ingenuidad y que desmonta a los adultos.
Al chaval hambriento de Óscar Allo, con un buen trabajo corporal, le falta un poco de ese entendimiento en su expresividad. A su niño se le ven las costuras del adulto que pretende tener once años. Daniel Méndez que es a la vez padre y nazi embozado, resuelve ambos con solvencia y trabajo fino.
“Emociona en conjunto el trabajo de los actores, cuidado y coreografiado con mimo, con una Aurora Herrero señorial, elegante y de impecable presencia y dicción”
Isabel Dimas pasa buena parte de la obra convertida en figurita humana, como si fuera la protagonista de una obra de Bob Wilson. Lo hace bien, con la poesía justa y el expresionismo en carne viva, y cuando se retira el velo y habla, cuando le ponemos voz y mirada a su tragedia, la de la hermana que acompañó a la filósofa en parte de su exilio, aunque es pequeño el papel, demuestra magnetismo y fuerza.
Mientras suenan los vals y nanas de caja de música compuestos por Gastón Horischnik, que tanto aportan al ambiente creado por Pacheco, los intérpretes se mueven por un bosque de cajas, que ora son casas coloridas gracias a las proyecciones, ora tumbas frías marmóreas. Tumbas imaginadas por el escenógrafo Alessio Meloni, sobre ellas cuelga una gran raíz colgante con cajas y limones gigantescos. La tierra y los aromas sugeridos contribuyen a esa apuesta por la emoción y la evocación: la obra es una invitación a habitar dentro de un juguete antiguo, el alma de la propia Zambrano, que parece negarse a que su mecanismo deje de dar vueltas.
Autora: Nieves Rodríguez Rodríguez. Dirección: Jana Pacheco. Reparto: Aurora Herrero, Óscar Allo, Irene Serrano, Isabel Dimas, Daniel Méndez. Escenografía: Alessio Meloni. Iluminación: Rubén Camacho. Espacio sonoro y música: Gastón Horischnik. Vestuario: Eleni Chaidemanki (Eleninja). Teatro Valle-Inclán (Sala Francisco Nieva). Madrid.