EL CHICO DE LA ÚLTIMA FILA
El chico de la última fila es uno de los textos más ricos, complejos y profundos de Juan Mayorga. Lo cual ya es decir mucho, al menos para quien conozca la trayectoria de un autor que cultiva desde hace décadas el mejor teatro de ideas que se hace en España. Un dramaturgo poliédrico con un universo en múltiples dimensiones en el que los conflictos que azotan a sus personajes, humanos, carnales y tangibles, son a la vez vehículos abstractos para subir, bajar y desplazarse, en todas direcciones, por grandes temas, una constante invitación al pensamiento, a la crítica y al conflicto real, el ético. Y todo con una prosa vibrante y viva.
La profundidad y riqueza de El chico de la última fila no sorprende a los seguidores de la carrera de Mayorga. Publicado en 2006 y estrenado ese mismo año por Helena Pimenta, llega ahora al Centro Dramático Nacional esta revisión, un texto de Juan Mayorga, con dirección de Andrés Lima, y Alberto San Juan y Guillermo Toledo en escena, que, aunque pueda parecerlo, no es producción de Animalario sino de la sala Beckett. Entre medias, por cierto, François Ozon la llevó al cine en 2012 como En la casa (y se llevó la Concha de Oro en San Sebastián).
El chico de la última fila es una de esas obras de Mayorga casi inabordables en su descripción. ¿Nos habla de la literatura frente a la vida, ese juego entre la verdad y la ficción que tanto fascina a Vargas Llosa? ¿Trata acaso de los límites de la creación artística? ¿O de la responsabilidad del autor para con los otros en oposición a su pulsión creadora? ¿Es una obra sobre la familia y sobre la normalidad, ese escurridizo cliché? ¿Acaso no es también teatro sobre la enseñanza, sobre la relación entre maestros y discípulos? Todas estas preguntas, ya lo habrán adivinado, tienen una respuesta afirmativa. Tomando prestado el título de un cuadro de Paul Klee que aparece en el texto, “Destrucción y esperanza”, podríamos decir que el espectador asiste al proceso de destrucción de la intimidad, de la normalidad, de la ética. Pero, a la vez, Mayorga deja abierta una ranura de luz: la literatura como maldición, pero también como salvación. Este drama habla de todo eso a la vez, esquivando cualquier etiquetado. Y de mucho más: del arte contemporáneo, de la literatura universal y hasta de filosofía y matemáticas, dos temas recurrentes en Mayorga.
El espectador asiste al proceso de destrucción de la intimidad, de la normalidad, de la ética. Pero, a la vez, Mayorga deja abierta una ranura de luz: la literatura como maldición, pero también como salvación
Es este uno de esos casos en los que, solo por el texto, independientemente de su puesta en escena, merece la pena ir al teatro. Aunque se tratase de una producción amateur o lastrada por una dirección deficiente. Y no es el caso. Empezaré por los intérpretes.
El afianzamiento como actor de Alberto San Juan con el paso de los años es reseñable. Aparca aquí algunos de sus espacios de comodidad, sus gestos habituales, y construye un personaje creíble y humano como Germán, el profesor protagonista. Un tipo al que por momentos dan ganas de aplaudir, y cuya humanidad resulta en otros momentos patética. Tiene además, algunas de las frases más rotundas del texto, sobre todo cuando instruye a Claudio, el chico de la última fila de su clase, en los secretos del buen escritor: “El título no es lugar para hacer literatura, la literatura que no se ha sabido hacer en la obra”, “La peor literatura se hace en los catálogos de arte contemporáneo” o “El siglo veinte: dos guerras mundiales y James Joyce. No lo encontrarás en mi biblioteca” son algunas de sus perlas. Su profesor de literatura es de lo mejor de esta producción.
El afianzamiento como actor de Alberto San Juan con el paso de los años es reseñable. Aparca aquí algunos de sus espacios de comodidad, sus gestos habituales, y construye un personaje creíble y humano
Bárbaro también el pater familias de ese estupendo actor que es Guillermo Toledo, al que hay que reivindicar dentro del escenario. Si no fuera famoso por sus salidas de tono, nadie diría que debajo de ese vendedor sin alma ni encanto que compone, ese cuñado repeinado cuyas únicas fijaciones son el baloncesto y trepar en la empresa, está el mismo tipo que lanza loas a la Cuba castrista.
Junto a ellos, correcta aunque con un personaje más desdibujado, Pilar Castro, una actriz de altura que aquí tiene a una señora aburrida como reto. Y es complicado. Castro logra extraer la desgana vital, la vacuidad, la habitual nada aspiracional y cultural de la clase media, otro de los temas -un torpedo inadvertido a la línea de flotación de la sociedad- que Mayorga lanza. Natalie Pinot está bien igualmente como la esposa de Germán, otro claro exponente de lo anterior, con su galería de arte contemporáneo.
Guillem Barbosa y Arnau Comas dan vida con talento a los jóvenes de la función, el protagonista Claudio y su amigo Rafa, respectivamente. Barbosa tiene un aire inquietante en su construcción de Claudio y le aporta movimientos coreográficos que parecen armar su evolución y su relación con el resto de personajes como si fuera un demiurgo. Comas dibuja adecuadamente esa inanidad que afecta a toda su familia y tiene un momento de ira en el que crece.
Andrés Lima demuestra de nuevo su talento para el juego y el teatro imaginativo. Alejado de artificios, el director se acerca a su versión más comedida en lo formal y en lo actoral
Andrés Lima demuestra de nuevo su talento para el juego y el teatro imaginativo. Alejado de artificios, el director se acerca a su versión más comedida en lo formal y en lo actoral. También en la propia concepción del espacio escénico, otro acierto -y van ya tantos- de Beatriz San Juan. Tandem fabuloso el de Lima y San Juan, que aquí se sirven de la caja escénica casi vacía, con una mesa que irán moviendo, un par de montones de libros y un sofá. Amén de un telón móvil vaporoso, casi un velo translúcido que crea ondulaciones al moverse adelante y atrás. Una forma elegante de interpretar los diferentes espacios y realidades superpuestas de un texto que salta en cada diálogo del profesor y el alumno -el narrador- a la casa invadida -las criaturas-.
Porque El chico de la última fila es teatro dentro del teatro, o más bien literatura dentro del teatro. O sea, casi lo mismo. Metateatro envolviéndose a sí mismo en el envoltorio de la literatura no dramática. La historia de Germán, un profesor de instituto desencantado frente a la inanidad de sus alumnos adolescentes, que descubre en Claudio, ese chico que se sienta en la última fila, a un escritor en potencia.
Mayorga no escribe ‘Funny Games’ ni ‘El graduado’. Más bien busca reconducir las posiciones éticas de cada personaje. El cierre es digno de lo que el propio Germán define como un buen final
En vez de la narración vulgar en dos líneas de su fin de semana, como el resto de la clase, Claudio entrega una descripción poderosa e inquietante de su visita a la casa de Rafa, un compañero de clase al que ayuda con las matemáticas. Poco a poco, el profesor se irá enganchando a la droga de la realidad que Claudio le entrega, a la vez que el joven se transforma en un intruso en las vidas de Rafa y sus padres, un matrimonio burgués, previsible, ágrafo y plano. “En esa casa no hay un gramo de poesía. Les sueltas un verso y es como tirarles una bomba”, sentencia Germán. Acabará sucediendo un juego de seducción -inevitable-, pero Mayorga no escribe Funny Games ni El graduado. Más bien busca reconducir las posiciones éticas de cada personaje. El cierre es digno de lo que el propio Germán define como un buen final: “Necesario e imprevisible. Inevitable y sorprendente”.
Autor: Juan Mayorga. Director: Andrés Lima. Intérpretes: Guillem Barbosa, Pilar Castro, Arnau Comas, Natalie Pinot, Alberto San Juan y Guillermo Toledo. Escenografía: Beatriz San Juan. Iluminación: Marc Salicrú. Vestuario: Miriam Compte. Espacio sonoro: Jaume Manresa. Teatro María Guerrero. Madrid.