La gran tragedia de la vieja Europa

EL MALENTENDIDO

«Éste es el fin, mi único amigo, el fin», cantaban The Doors ante el declive de toda una forma de entender la vida. Caía el napalm y en Europa se quemaban sujetadores, mientras Morrison y los suyos, acaso sin saberlo, anunciaban el fin de una época mientras se daban a la evasión poética. Luego no fue para tanto y todo siguió igual o casi, con variaciones históricas y equilibrios de poder. Treinta años antes, como ahora, Albert Camus había asistido a otro fin y otro comienzo. Había visto a su Francia orgullosa arrodillarse ante Alemania durante cuatro largos años, había combatido con valentía como sabía, con su coraje y su honestidad por la liberación, y se había desesperado ante una Europa que debía regenerarse y que repetía los vicios del pasado cuando ésta llegó, en 1944, el año en que escribió esta obra.

Cuando se escarba en el texto de El malentendido, más allá de la anécdota en el que se basó Camus, un macabro crimen real acontecido en Checoslovaquia digno de cualquier estudio del azar que podría firmar Paul Thomas Anderson, se descubre el desaliento de un autor ante un continente que no ofrece más que miseria.

Camus parece comprender el odio intestino, inapelable, sin duda mal encauzado, del personaje de Marta, la mujer que se agrieta en vida y mata a sus huéspedes en el pequeño hotel familiar

Camus parece comprender el odio intestino, inapelable, sin duda mal encauzado, del personaje de Marta, la mujer que se agrieta en vida y mata a sus huéspedes en el pequeño hotel familiar sin derramar ni una lágrima soñando una vida mejor en un país cálido junto al mar antes de que su juventud se eche a perder por completo. ¿Les suena? Para Marta y su madre ya es tarde para el arrepentimiento, tienen demasiada sangre en sus manos, aunque una no tiembla, es todo determinación que acaba canalizando en ira y maldad, nacida de la envidia de quienes sí son felices, y la otra duda ante su truculento desempeño.

Para un Nobel que siempre confirió al lenguaje el valor de la rotundidad y la exactitud, el otro gran tema de El malentendido, la incomunicación o el inútil valor de la palabra, esconde una oscura ironía. Ninguna de las frases rotundas de este enorme texto -¿cómo es que han pasado más de cuatro décadas desde que se hizo en España por última vez, en 1969?- podrán salvar de su destino al hijo pródigo que vuelve de incógnito al hogar para ofrecer un futuro a su madre y hermana. Su obstinación en guardar el secreto les conducirá a todos a un destino trágico digno de Eurípides o Sófocles.

El huracán de la función se llama Marta, y Cayetana Guillén Cuervo no desaprovecha la oportunidad con una emoción contenida, un gesto agrio y gélido constantes

Como tal, encuentra en este emocionante montaje del Centro Dramático Nacional a su heroína trágica. Porque en el escueto reparto, todos trabajan con exactitud y talento, desde Ernesto Arias, que da vida con acierto al optimista viajero, a Lara Grube, como su mujer, la única que presiente la desgracia. Y, por supuesto, la firme veterana que es Julieta Serrano, con más de un matiz en una madre que encarna el dilema ético de la familia. Pero hay que decir que el huracán de la función se llama Marta, y Cayetana Guillén Cuervo no desaprovecha la oportunidad con una emoción contenida, un gesto agrio y gélido constantes, excepto cuando Marta de despoja de sus escudos para hablar de sueños.

Elucubrar sobre el raudal de emociones que habrán convivido en su pecho a una semana de la muerte de su padre, quien protagonizó la versión de Adolfo Marsillach y asesoró a su hija hasta los últimos días, es arriesgado, pero es difícil desligar esa circunstancia de lo visto en escena. La explosión final, más un epílogo desesperanzado que una catarsis, confirman, sea como sea, que éste es uno de los grandes papeles de la actriz.

Eduardo Vasco ha encontrado el código exacto. Un escenario adusto pero imponente, en alargadas tablas de madera, una sala con el público dispuesto alrededor de la tragedia

Texto complejo, de vericuetos intelectuales y profunda humanidad, exige un tratamiento acorde, inteligente. Eduardo Vasco, cuya aproximación a Hamlet había sido en exceso austera, ha encontrado el código exacto en este otro retrato de familia con hijo atribulado. Un escenario adusto pero imponente, en alargadas tablas de madera, una sala con el público dispuesto alrededor de la tragedia, que casi te toca, unas proyecciones del mar, esa idea de felicidad lejana y en blanco y negro, un dúo de tristeza musical,con acordeón y viola, que no cae en el afrancesamiento parisiense sino que indaga en el sentimiento… Todo apunta en una misma dirección: crear con poco una atmósfera, resaltada por los sobrios ropajes de una elegante pobreza que firma Lorenzo Caprile y una arriesgada y omnipresente iluminación de Miguel Ángel Camacho: todo sucede casi a plena luz, porque todos, menos los protagonistas, vemos cernirse el desastre.


Autor: Albert Camus. Versión: Yolanda Pallín. Dirección: Eduardo Vasco. Intérpretes: Cayetana Guillén Cuervo, Julieta Serrano, Ernesto Arias, Lara Grube, Juan Reguilón. Músicos: Alba Fresno (viola de gamba), Scott A. Singer (acordeón). Escenografía: Carolina González. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Vestuario: Lorenzo Caprile. Teatro Valle-Inclán. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Enero 2013).

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