FINLANDIA
Un despertador de mesilla sitúa el momento: son las cuatro de la mañana. En una fría habitación de hotel en la lejana Helsinki, una pareja le da la puntilla final a un matrimonio moribundo. Ella, Irene, es actriz y está rodando una película alimenticia, una gran producción china. Él, Israel, ha conducido cuatro mil kilómetros para tratar de entender qué pasa en su relación, acaso salvarla in extremis, aunque cualquier médico diría que el paciente hace tiempo que murió. Finlandia, la nueva disección de la vida en común de Pascal Rambert tras La clausura del amor, una estimable producción con enormes interpretaciones, encuentra aquí su principal escollo: la incoherencia, la dificultad de hacer creer al público que aquello que se nos enseña hay manera de arreglarlo.
El texto de Rambert es, de nuevo una sucesión de monólogos camuflados como diálogos entre las dos partes en cuestión. Como si asistiéramos a una vista en un tribunal o un turno de oradores en el Congreso y cada cual interviniera de forma civilizada, respetando el turno de palabra -mucho más, de hecho, que en el Congreso-, pero destructiva en las barbaridades que habrán de decirse, rezumando odio, desprecio y hartazgo hacia el otro, el autor va dejando ventanas abiertas a la esperanza, ojos de pez en un barco que se va a pique por los que, tras haberse acusado mutuamente de ser un inútil, un fracasado y un trasnochado anclado a viejas ideologías (él) y una vendida, una mala madre, una fugada del hogar y una infiel compulsiva (ella). He ahí el problema: Rambert pretende que ambos personajes retomen su amor, den pasos atras, deshagan lo que ya parece imborrable. Como si le pidiera a su particular Nora que volviera al hogar o hiciera que los Martha y George de Albee que aplicaran eso que dicen los jueces en las películas a los jurados (esa fórmula de “por favor, no tengan en cuenta esto que han oído”, algo ya difícil de obviar) y volvieran a amarse como hace treinta años. Por supuesto la ficción lo permite todo, pero la estructura dramática fuerza en esta ocasión los límites de eso que en cine llaman “suspensión de la incredulidad” y que no solo debería aplicarse a la ciencia ficción, sino también a la pareja ficción, si me permiten el invento.
La estructura dramática fuerza los límites de eso que en cine llaman “suspensión de la incredulidad” y que no solo debería aplicarse a la ciencia ficción, sino también a la pareja-ficción
Parafraseando a García Márquez, esta diatriba de amor contra una mujer dormida -o contra un hombre insomne- cojea también en el equilibrio de simpatías generadas por la pareja: aunque al final Irene deviene en violenta y no las tiene todas consigo en lo que al amor de la hija de ambos atañe, el dibujo que Rambert hace del personaje de Israel es una suma de mezquindades y mediocridades mayor, más incómoda. Él, tan emperrado en discutir y no dejar dormir a su mujer en la noche finlandesa. Ella, con la claridad de que aquello acabó y lo único que quiere es que la deje en paz. Él, celoso patológico, obsesionado con no darle alas a una mujer que ya no es la que le amó. Ella, poniéndole el espejo de su patetismo frente a la cara con crudeza. ¿Cómo no simpatizar con ella, a la luz de lo que hoy, sin duda, calificaríamos casi de acoso?
Nada hay de malo en que la ficción -el teatro en este caso- tome partido o cargue las tintas contra un personaje. Los estantes están llenos de grandes obras con enormes criaturas de iniquidad indiscutible. Pero si se espera un combate a los puntos sobre el ring del escenario, los púgiles deben pertenecer a pesos iguales, de lo contrario se produce un KO en los primeros asaltos y el resto de la velada, con un contrincante arrastrándose por la lona, deja de interesar. En ese sentido Hermanas, otro cara a cara de Rambert, era mucho más equilibrado.
Aunque al final Irene deviene en violenta, el dibujo que Rambert hace del personaje de Israel es una suma de iniquidades y mediocridades mayor, más incómoda
En cualquier caso, como ocurría en Ensayo, o en el citado choque entre la propia Escolar y Bárbara Lennie, también aquí el teatro de Rambert tiene una enorme y nada desdeñable virtud: servir de vehículo de lujo para actores y actrices. Bien aprovechado, este toma y daca cargado de psicología, confesiones, catarsis y expiaciones hace brillar a sus intérpretes. Y los dos de este montaje, acostumbrados además a los códigos de Rambert, están -son, habitualmente al menos- inmensos. Israel Elejalde, sólido y poderoso, abrazando, sin que se le note incómodo, la miseria de su personaje, marido herido y humillado, cálido cuando ha sde serlo. Irene Escolar, a la que es raro no alabar, me ha gustado más aquí incluso que en Hermanas o anteriores papeles. Quizá sea un grado de madurez, quizá sea el personaje, quizá todo junto, lo cierto es que hay momentos de torbellino, rabia e impotencia, de crueldad y desprecio, frases escupidas con una inquina conmovedora. Ambos son ya desde hace tiempo nombres de referencia y juntos ayudan a mejorar o sobrellevar las lagunas y baches del texto.
El Rambert director gana muchos más puntos que el Rambert autor. Su montaje -con el sello Kamikaze– es clásico pero hermoso e impactante en su aparato escenográfico, con un gran espacio que encierra la acción (interesante el detalle de partir la cuarta pared en dos mitades, una opción de evidente simbolismo) y una iluminación efectiva que juega a narrar desde las sombras y los claroscuros cuando la acción -siempre en tiempo real- lo pide, pero que no le teme a la luminosidad plena. La historia de Finlandia es un agujero negro que permite escapar algo de luz y esto tiene un reflejo evidente en su propuesta visual y su color.
Coda: poco aporta, en términos dramáticos, la participación de una actriz infantil en el tramo final del montaje interpretando a la hija. Nada que objetar al trabajo de la niña, pero es una especie de convidada de piedra, un recurso que podía haberse resuelto de otra forma.
Autor: Pascal Rambert. Traducción y adaptación: Coto Adánez. Dirección: Pascal Rambert. Intérpretes: Irene Escolar, Israel Elejalde, Julia Rodríguez / Noa García (niñas). Espacio escénico: Pascal Rambert. Iluminación: Yves Godin. Vestuario: Sandra Espinosa. Teatro de La Abadía. Madrid.