El silencio de los corderos

EL ÁNGEL EXTERMINADOR

Respiramos. Salimos. Ya estamos fuera. Durante dos horas, Blanca Portillo y Fernando Sansegundo, directora y adaptador respectivamente, nos han encerrado en el universo surrealista de un aragonés con retranca y mirada oblicua, el gran Buñuel. Lo mejor de esta adaptación teatral de la angustiosa película El ángel exterminador es lo buñueliano del homenaje, con olores, sensaciones y coro final. Lo peor: la grandilocuencia de un montaje al que le sobran mármoles y aspavientos, una producción desaforada, un reparto poco creíble -en gran medida por la extraviada concepción de la clase alta de hoy en día que exhibe- y un grave problema de sonido relacionado con una escenografía que paga con la falta de eficacia su soberbia estética.

Adaptar cualquier clásico de otro lenguaje, en este caso el cine, siempre es un reto problemático. La versión de Sansegundo no es intrínsecamente deficiente. Al revés: no le falta ritmo ni es torpe en lo teatral. Lo que suele llamarse la “carpintería”, su lenguaje escénico, funciona con fluidez. Y lo que es más importante, mantiene la tension y la angustia, esa sensación de encierro, de fatum, de impotencia.

“La versión de Sansegundo no es intrínsecamente deficiente. Y lo que es más importante, mantiene la tension y la angustia, esa sensación de encierro, de fatum, de impotencia”

Recordemos: Buñuel nos contó la historia de un grupo de invitados a una fiesta en una mansión de un matrimonio adinerado que, de forma casi mística, se ven incapaces de abandonar la casa. No hay barreras físicas ni violencia ejercida que tengan la culpa de ello. Sencillamente, cada vez que alguien trata de salir, algo se lo impide: un pensamiento, una indecisión, una fuerza en su interior… Así pasarán días, semanas en las que todas las convenciones sociales se derrumbarán. El hambre, la violencia, los recelos, los odios, el deseo, los instintos irán sustituyendo a la educación, el civismo y la contención.

El ángel exterminador fue a la alta burguesía hispanoamericana lo que El señor de las moscas de William Golding a la anglosajona. Ambos desnudaron a los ricos, que enfrentados al absurdo y el terror, enseñan su miseria. En el relato del Nobel británico, un grupo de alumnos de un colegio inglés elitista se ve de repente abandonado: son náufragos en una isla y tendrán que organizarse sin mayores. Lo que allí les sucedía a niños aquí les ocurre a adultos. Pero la conclusión es similar.

A los del hogar buñueliano los llaman náufragos también. En Buñuel aparece además una lectura del vacío, del sinsentido que va unido al salto de clases. En el México de hace medio siglo -la película se rodó allí, con reparto local-, una sociedad altamente estratificada, el filme servía de recordatorio de aquello que nos advirtió Jorge Manrique. La muerte todo lo iguala. O, como cantaba Johnny Cash, si es que se quiere creer en la otra vida: tarde o temprano al final Dios nos va a talar a todos de raíz.

El reparo que cabe hacer a la versión de Sansegundo y Portillo es previo: concebir hoy a los “Náufragos de la Calle Providencia” como un grupo de estrafalarios millonarios de la Marbella de los años 60 que hubieran pasado un par de fines de semana en ARCO y con un servicio doméstico prestado por la Duquesa de Alba resulta anacrónico, forzado. Volcar a la escena esta historia que todos recordamos en blanco y negro, rodada en 1962, requería un mayor esfuerzo, acaso de imaginación, acaso de investigación.

“Concebir hoy a los ‘Náufragos de la Calle Providencia’ como un grupo de estrafalarios millonarios de la Marbella de los años 60 resulta anacrónico, forzado”

Al margen de lo anterior, los problemas de este montaje se concretan en su escenografía, con la firma de Roger Orra: la primera regla de cualquier producción es que la estética esté al servicio de la representación y no al contrario. Pero cuando no sólo no lo está, sino que además se convierte en su peor enemigo, la única conclusión posible es que la idea ha elegido un camino equivocado. Y no ya por la grandilocuencia de su producción (tan innecesaria además para contar esta historia de forma efectiva), que podría ser una elección legítima, sino por un problema concreto y grave.

Orra y Portillo encierran a sus actores/personajes doblemente. Primero, en un gran salón de algún chalet ostentoso, resuelto en mármoles, escaleras y arte moderno de la variante más exagerada: un enorme cuadro de un homínido preshistórico a lo Banksy, una escultura tamaño natural de una jirafa a lo Hirst… Después, como en un juego de muñecas rusas, vuelven a encerrarlos: dentro del escenario colocan una gran caja de cristal con un espacio parcialmente abierto al frente: el salón del que no pueden salir. La estructura produce un rebote en el sonido y las conversaciones que allí tienen lugar llegan al público amortiguadas. Cuesta realmente trabajo seguir la obra. Quedan representaciones y quizás se planteen girar con el espectáculo. En lo artístico, Portillo decidirá. En esto, me permito recomendarle que solucionen el problema. Ahora mismo la obra es un cadáver con una armadura de cristal.

El recurso surrealista más recordado del filme de Buñuel, preñado de significados y lecturas, eran las famosas ovejas que correteaban por la casa. Pero Portillo prescinde de ellas, mencionándolas solo de pasada. Entre el cristal y la ausencia bovina, El ángel exterminador queda reducido al Silencio de los corderos.

“La estructura produce un rebote en el sonido y las conversaciones que allí tienen lugar llegan al público amortiguadas. Cuesta realmente trabajo seguir la obra”

Es una lástima porque Portillo propone algunas ideas interesantes: son muy poderosas la llegada de los invitados a la fiesta, el juego de repeticiones de escenas, que toma prestado del filme, o el final eclesiástico, en otro alarde escenográfico con incensiario colgante del techo y susto incluido de Ángela Molina, que salió como alma que lleva el demonio de entre los espectadores en el estreno.

Además, le sobra material humano para haber facturado un montaje memorable: un reparto en modo coral -rara vez es tan clara la ausencia de protagonistas- plagado de nombres potentes, desde veteranos como Juan Calot a Irene Rouco, el criado de Víctor Masán, un Alex O’Dogherty en uno de sus mejores y más trabajados papeles como el cabal doctor, uno de los pocos que tratan de mantener la compostura -de sostener la civilización-, la solidez de Alberto Jiménez o un Dani Muriel que hace bastante creíble al mujeriego caradura al que interpreta. Francesca Piñón y Ramón Ibarra, como los anfitriones, ofrecen trabajos interesantes y esa montaña que es Juanma Lara se come el escenario con la violencia de su personaje y la fuerza y envergadura que le aporta su propia fisonomía. Y aún así, a muchos les sobra un poco de caos, un toque de arrebato. Y a algunos desprenderse del estereotipo caricaturesco.


Versión: Fernando Sansegndo, a partir de la película de Luis Buñuel. Dirección: Blanca Portillo. Reparto: Hugo Alcaide, Juan Calot, Dani Muriel, Alfredo Noval, Inma Cuevas, Alex O’Dogherty, Abdelatif Hwidar, Francesca Piñón, Ramón Ibarra, Cristina Plazas, Alberto Jiménez, Camilo Rodríguez, Juanma Lara, Irene Rouco, Víctor Massán, Mar Sodupe, Anabel Maurín, María Alfonsa Rosso, Manuel Moya, Raquel Varela. Escenografía: Roger Orra. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Espacio sonoro: Mariano García. Vestuario: Marco Hernández. Teatro Español. Madrid.

Estrellas Volodia

2 respuestas a «El silencio de los corderos»

  1. Decepcionante la puesta en escena. Muy redundante. Sonoridad muy deficiente. En mi opinión nada que ver con la idea buñuelana. Excéntrica en exceso. Se ha perdido una oportunidad de hacer una gran obra. A la parte final le sobra más de la mitad del tiempo. Lo siento por Blanca y por el grandísimo elenco.
    Mi calificacion del 1 al 5. Un 2.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *