ENSAYO
El monólogo tiene su razón de ser en términos dramáticos, más allá de los económicos, que tanto han condicionado la escena española de los últimos años. El autor decide dotar de voz a un único personaje. Es su versión de la historia la que cree que debemos conocer. No, no es periodístico, tampoco ecuánime, pero no importa, no asistimos a un juicio histórico sino a una representación teatral. Su objeto es tocar, rozar, conmover quizá. Espero que no convencer, pues la primera regla de todo objeto periodístico –y legal- es escuchar a todas las partes implicadas en un conflicto. Asumiendo pues que vemos teatro y no un acta judicial, y siempre reconociendo la validez del monólogo como género narrativo, ¿qué sentido tiene enfrentar a dos personajes sobre un escenario para que cada uno le arroje al otro una diatriba, su tejido visceral en forma de largo monólogo, mientras el otro escucha? ¿Y sin son cuatro, qué razón dramática puede haber en esa partida de billar en la que una bola golpea a los otras mientras éstas, en un acto contrario a la física, permanecen casi inmóviles –al menos de palabra- y sólo la que ataca se mueve libremente por el tapete de la comunicación?
“¿Qué sentido tiene enfrentar a dos personajes sobre un escenario para que cada uno le arroje al otro una diatriba, su tejido visceral en forma de largo monólogo, mientras el otro escucha?”
Todo esto iba y venía de mi cabeza después de ver en el Pavón Teatro Kamikaze Ensayo, el nuevo montaje de Pascal Rambert después de La clausura del amor (podríamos llamarlo la segunda parte del díptico). Allí ya ensayó la fórmula: una pareja escenifica su descomposición, su muerte sentimental, ante el público, pero lo hace a golpe de largo soliloquio. Aquí ocurre algo similar, pero esta vez son cuatro personajes: un dramaturgo, el director y las dos actrices de una compañía teatral que, tras años juntos, explotan a lo largo de un ensayo, encerrados en una sala, sobre todo aquello que les une y les separa. Están el amor y el sexo, a varias bandas -con pasiones inconfesas, engaños y pulsiones mal resueltas-, está la necesidad del sexo y la ausencia del sexo, están la consciencia de grupo, la necesidad de pertenencia, la dependencia artística, el compromiso social, el grito político… Muchos temas, interesantes todos ellos, pero sepultados por la prosa barroca de Rambert. ¿Qué debe entender el espectador cuando machaconamente el dramaturgo se empeña en hacer hablar a sus personajes de la “estructura” y del “acto”? ¿No es alimento endogámico para la profesión teatral?
No hay apenas un solo momento de este Ensayo en el que el autor desaparezca humildemente para dejarnos ver, como en el fondo pretende hacer, los intestinos de sus criaturas, sus vacíos, sus necesidades y dolores. En el teatro contemporáneo -hablo de las últimas décadas- a menudo el director se impone al texto y a los actores: ya saben, los famosos directores-estrella. Este de Ensayo es un caso curioso de lo opuesto: el autor-estrella sobrevuela omnipresente con su palabra arbitraria, mutante e inesperada cada resquicio de los monólogos. Su búsqueda de profundidad en temas que sin duda son acuciantes y de acertada revisión, al menos en el plano teórico, acaba convertida en una carga de profundidad.
“No hay apenas un solo momento en el que el autor desaparezca humildemente para dejarnos ver, como en el fondo pretende hacer, los intestinos de sus criaturas, sus vacíos, sus necesidades”
Al César lo que es del César: la dirección de Rambert, limpia y sencilla, con una sala casi diáfana presidida por una mesa de trabajo y algunos útiles, y con mano certera en el trabajo actoral, es impecable. Sí, es una obra bella, elegante. Pero si no fuera por la puesta en escena y el sobresaliente cuarteto de intérpretes, el montaje sería puro arte y ensayo, eso ya tan caduco y tan alejado del ideal con que nació la compañía Kamikaze: arte y vida. No lo dicen ellos, ojo, pero si se han visto algunos de los anteriores espectáculos de la compañía que fundaron Miguel del Arco y Aitor Tejada, devenida en proyecto empresarial con teatro propio, especialmente La función por hacer o El Misántropo, se llega a esa conclusión demoledora: había allí reflexión profunda pero a la vez un torrente de vida y verdad, un pulso sanguíneo que era un latido creíble, teatro en vena. En este Ensayo se ve mucho músculo (dramatúrgico), mucha palabra, pero al final hay que agarrarse a los actores para llegar a dar con la sangre.
Qué decir, por otro lado, que no se haya dicho ya otras veces, de Israel Elejalde y Fernanda Orazi, actores que nunca decepcionan. Lo cierto es que más allá de sus trayectorias, en este montaje el juicio no es diferente. Orazi, enorme en su temblor y desazón, es la primera en hablar -y yo diría, sin cronómetro en la mano, que la que más “raja”-, y ya da una idea al espectador de lo que se avecina. Pero lo solventa con todo el teatro que lleva en cada lágrima y cada estertor. Elejalde, que encarna al director de la compañía, tiene ese poso de seriedad y convencimiento que requiere un hombre que va a echarse sobre los hombros el análisis de todos los males que acechan a nuestra sociedad. Digamos que, por más que aplauda cómo el actor agarra a ese toro por los cuernos, vuelvo aquí a chocar con Rambert, en lo que intuyo la zona más política -y por política quiero decir ideológica- del texto: los jóvenes de Europa, de Occidente, deben despertar. Parece que Rambert hubiera querido hacer su reinvención teatral del Teorema de Passolini, jugar al retrato burgués-sexual para a continuación reivindicar la revolución. El dramaturgo francés reconoce en alguna entrevista que pensaba en Podemos. Si ustedes lo quieren comprar…
“Parece que Rambert hubiera querido hacer su reinvención teatral del Teorema de Passolini, jugar al retrato burgués-sexual para a continuación reivindicar la revolución”
Llegamos a la zona más interesante del texto a mi juicio: María Morales y su apertura en canal. Casi literal, pues la actriz a la que Morales encarna con rabia y fuerza aboga por una nueva liberación sexual, un despertar que derrumbe definitivamente no sólo tabúes y miedos, sino incluso las convenciones y estructuras mismas sobre las que se ha construido la pareja, al menos en nuestra civilización. Resumiendo de forma burda, podríamos decir que su personaje aspira a eso que ahora llaman poliamor. Pero más allá de clichés y palabros de moda, la reflexión de Rambert es genuina: la carne existe y no debemos darle la espalda. Hay que tocarse, gozarse y entender que no somos sólo seres pensantes y sintientes, sino hormonales, cachondos y necesitados. Se abre aquí un debate que no cabe en estas líneas. Hay argumentos sociales, antropológicos y emocionales a favor y en contra. Pero no deja de ser hábil y convincente cómo lo plantea Rambert y de qué forma tan demoledora lo interpreta Morales.
Jesús Noguero, el cuarto en discordia, baila con la fea: es el autor. Lo hace con elegancia y poderío también. Demuestra que en su madurez está perfectamente en la liga de actores capaces de asumir retos grandes. Me gusta la reflexión de Rambert sobre el ejercicio egoísta de la escritura: un autor piensa en sí mismo, nos dice. “Un artista es un psicópata que no duda en matar para la correcta ejecución de su obra”. Interesante. Supongo que él mismo ya habrá reflexionado sobre ello al sentarse a escribir y, por tanto, a matar. O no…
ENSAYO. Autor y director: Pascal Rambert. Intérpretes: Fernanda Orazi, María Morales, Jesús Noguero, Israel Elejalde. Espacio escénico: P. Rambert. Vestuario: Sandra Espinosa. El Pavón Teatro Kamikaze. Madrid.
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