LA AUTORA DE LAS MENINAS
El teatro ideológico debe ser contemplado con distancia. Y no ya el que nos incomoda porque choca con nuestras creencias o convicciones, sino el que las refuerza. Ése, incluso más. El adoctrinamiento asesina al teatro, lo entierra en una fosa en la que el pensamiento libre no tiene cabida. Pero hay una excepción: el humor. La grandeza de La autora de las meninas, el nuevo e inmenso texto de Ernesto Caballero, dirigido también con maestría por el propio director del Centro Dramático Nacional, reside en su capacidad para la sátira y la hipérbole.
Así, detrás de su aparente ligereza, saltan rabiosos los dramas, los grandes temas -el lugar y el valor de la cultura en las sociedades modernas, el yo frente a la masa, la religión…-, la crítica cargada de razones, las verdades como puños, las advertencias y llamadas al sentido común.
Hay mensajes, varios, en esta tragicomedia socio-político-artística. Caballero toma partido, se moja, opta, advierte, acusa, pone su dedo en las llagas que le preocupan. Pero en todo momento invita a pensar y permite hacerlo de forma diferente. No se está a favor o en contra de su discurso, sino que se habita en él porque acoge. Y porque, aunque derive en lo político, buena parte de su aviso para navegantes toca temas de fondo como el auge de los populismos y el sinsentido de la sociedad buenista, ágrafa, superficial y relativista que estamos construyendo entre todos. O acaso que ya hemos construido, aunque aún falten en teoría veinte años para lo que nos cuenta.
“Detrás de su aparente ligereza, saltan rabiosos los dramas, los grandes temas, la crítica cargada de razones, las verdades como puños, las advertencias y llamas al sentido común”.
Estamos ante una distopía: año 2037, la UE se ha desintegrado, España sufre su particular desmembramiento, la crisis salpica a nuestro país, endeudado hasta la asfixia, y una formación populista ha llegado al poder: el partido Pueblo en Pie. Blanco y en botella, para quien quiera entender. Caballero no se anda con sutilezas, aunque ante las lógicas suspicacias de todo un espectro de lectores de esta crítica, hay que decir que luego reparte estopa a izquierda y derecha. No obstante, qué duda cabe que el morado parece producirle sarpullidos. No lo ocultaré: a mí también.
En ese contexto, la nueva directora del Museo del Prado, elegida por el renombrado Ministerio de Cultura, algo así como el Ministerio de Igualdad y Asuntos Culturales y de Género -el autor también le deja varios recados a los excesos del feminismo radical- le hace un encargo a Sor Ángela, una monja copista, experta artesana convertida en celebrity con un talento prodigioso para realizar imitaciones de lienzos clásicos: el Estado quiere que la religiosa copie Las Meninas.
El dulce irá engordando en la boca de la hermana, que sabrá poco a poco que la copia se va a mostrar en una nueva exposición y que, finalmente, va a sustituir al original, cuya venta a una monarquía árabe ha sido aprobada para pagar la deuda nacional. Petrodólares a cambio de despatrimonializar el legado cultural del país.
“Año 2037. Una formación populista ha llegado al poder: el partido Pueblo en Pie. Blanco y en botella, para quien quiera entender. Caballero no se anda con sutilezas”
Viendo el montaje de Caballero recordaba aquel otro de Joglars, 2036 Omena-G, y pensaba en los muchos lazos entre uno y otro. El tono bufo era mayor allí, y éste es en muchos aspectos teatro mejor armado y más convincente, pero ambos se servían de la sátira para su ejercicio de crítica. Porque, como toda buena ciencia ficción de carácter socio-político, no nos hablan, claro está, de 2037 ni de 2036, sino de aquí y ahora. De un aquí y ahora que podría venírsenos encima a poco que bajemos la guardia. Es curioso, por cierto, que otra distopía hilarante recién estrenada, Crimen y telón, de Ron Lalá, elija el mismo año, 2037. Marquen sus calendarios.
Noche tras noche, Sor Ángela irá pintando el nuevo lienzo, acompañada por un vigilante nocturno amante del arte, que, como Mefisto, despertará en ella el pecado de la vanidad. O cómo mejorar a Velázquez, que podría haber dicho el Eclesiastés. El dilema de la monja me recordaba por momentos, salvando mil distancias, el de El puente sobre el río Kwai: el coronel Nicholson -sublime Alec Guinness-, un ingeniero militar británico capturado, debe dirigir la construcción para los japoneses de un puente para que lo cruce un tren clave. Su patriotismo le obliga a ralentizar las obras, pero al final le podrá su ego, el placer de demostrarle al comandante del campo de prisioneros lo bien que trabajan los británicos. En una bella escena final descubrirá que con su narcisismo ha ayudado al enemigo.
“Sor Ángela irá pintando el nuevo lienzo, acompañada por un vigilante nocturno amante del arte, que, como Mefisto, despertará en ella el pecado de la vanidad”
Algo así le sucede a Sor Ángela, que al principio ve la operación como un gran error -¡vender Las Meninas!-, pero va dejándose acariciar el lomo. El autor nos habla de una sociedad vendida a la erótica del ego, al yo como valor supremo, por encima de cualquier entrega o sacrificio. En la era del selfie no hay lugar para la humildad. En ese sentido, la figura de un amanuense, de un copista en este caso, anónimo y paciente, se antoja la antítesis perfecta a todo lo demás. Es casi un espejo deformante en sí misma de lo que hay a la salida del teatro.
Caballero introduce con mano hábil todo un repaso al arte contemporáneo, sus fantasmas y arenas movedizas, desde las nociones de creador y artista, enfrentadas a las de artesano, hasta un hilarante repaso a la historia del arte en los siglos XX y XXI, un viaje deconstruido gracias a la mística. Porque Sor Ángela se elevará por encima de su humilde posición en el trance más extravagante que se ha visto en nuestros escenarios. Una posesión, más que infernal, cultural.
“Caballero introduce con mano hábil todo un repaso al arte contemporáneo, sus fantasmas y arenas movedizas, desde las nociones de “Creador” y “artista”, enfrentadas a las de artesano”
Carmen Machi entrega otro de sus acostumbrados trabajos: solidez, tablas, ingenio e infinidad de recursos. Su Sor Ángela se parece por lo cómico a aquella tortuga darwiniana escrita por Mayorga que tanto hizo reír al respetable, y como aquella, bajo el caparazón cómico hay aquí mucha chicha actoral: la Machi tiene miradas que valen un monólogo. Con un pequeño silencio y una pregunta de una palabra o dos puede desarmar el argumentario de la directora del museo. Y eso está en el texto de Caballero, pero hay que saber defenderlo y Machi es de las mejores actrices en nuestro teatro para darle color a ese lienzo en blanco y negro.
El vigilante de Francisco Reyes es una mole física que empequeñece a Machi, creando un curioso contraste, y el actor lo interpreta con solvencia (aunque, para ser estudiante de arte, le limaría algo cierto deje callejero). La directora del museo resulta irritante. O sea, que Mireia Aixalà lo hace de cine, porque así cabe imaginarse a este producto de nuestro tiempo: una gestora cultural capaz de cuestionar el patrimonio religioso que alberga El Prado por ser “arte degenerado” -así llamaban los nazis a toda pintura o escultura que no se ajustara al ideal ario-. La cultura debe revisar su compromiso. Todo debe comulgar (con perdón) con el discurso identitario, paritario, laico e igualitario que la sociedad demanda. Hombre, con las pinacotecas no se van a meter. Igual Caballero se pasa aquí un poco. ¿No?
“La Machi tiene miradas que valen un monólogo. Con un pequeño silencio y una pregunta de una palabra o dos puede desarmar el argumentario de la directora del museo”
Es cierto que en sus momentos más descarnados, se echa en falta en la obra algo más de sutileza, de lectura entre líneas. Pero sigue siendo una comedia arrolladora, un gran texto y un montaje eficaz y notable, con un gran trabajo audiovisual y una sabia dirección de actores.
El resultado probablemente le habla igual al público acostumbrado al teatro y al que acude por primera vez. Le veo esa capacidad intergeneracional y transversal que tuvieron éxitos como Ubú President o Arte para perdurar y dejar huella. Espero que dentro de veinte años no tengamos que echar la vista atrás y decir: ¿por qué no escuchamos?
Autor: Ernesto Caballero. Dirección: Ernesto Caballero. Reparto: Carmen Machi, Mireia Aixalà, Francisco Reyes. Escenografía e iluminación: Paco Azorín. Vestuario: Ikerne Giménez. Vídeo: Pedro Chamizo. Espacio sonoro: Luis Miguel Cobo. Teatro Valle-Inclán. Madrid.
4 respuestas a «La última posesión cultural»