Un país de pícaras

MALVIVIR

Hagan la prueba: pregunten a cualquier persona por la calle por un ejemplo de picaresca del Siglo de Oro. Suponiendo que el interlocutor tenga una mínima cultura -no como esos vídeos que circulan no ya de adolescentes, sino de veinteañeros que no saben ni quién es el rey del país en el que viven o dónde tienen el fémur-, en el normal de los casos responderá el Lazarillo de Tormes y, en el mejor, el Buscón Don Pablos o el Guzmán de Alfarache. Ni a muchos de ustedes ni a mí -lo reconozco- nos hubieran venido a la mente la pícara Justina, Teresa de Manzanares, alias la Niña de los Embustes, o Elena, la hija de la Celestina. A las páginas de ese libro no escrito, una colección de historias de diferentes autores, nos asoma Malvivir, un divertido homenaje que han pergeñado Álvaro Tato y Yayo Cáceres a un género y una época.

Malvivir es un plato sabroso de duelos y quebrantos bien sazonado de humor canalla, música y juego del vocablo, todo ello vuelta y vuelta en otro juego, el escénico, que Cáceres domina con soltura. El dúo ronlalero, aquí lejos de su combo habitual, hila la historia de una Elena de Paz, que más allá de la hija de Celestina es todas las pícaras en una. Si alguna duda albergaba alguien del talento de Tato para la escritura y la estructura, que ceda de una vez por todas: Malvivir crea una historia con lo mejor de cada una de las mencionadas novelas y letrillas picarescas -hay también versos prestados de Quevedo– que funciona con vida propia y conquista al público desde el comienzo, patibulario y en flashback, hasta el final. Entre medias, nos asomaremos a la vida desgraciada pero libérrima de la pícara Elena, mujer de armas tomar, familia desestructurada que diríamos ahora y vida breve. Desde su nacimiento siempre tuvo la frente muy alta, la lengua muy larga y la falda muy corta (sabrán disculpar el robo a otro calavera ilustre).

Malvivir crea una historia con lo mejor de cada una de las mencionadas novelas y letrillas picarescas -hay también versos de Quevedo prestados- que funciona con vida propia y conquista al público

Y puestos a tomar prestado, me serviré de las décimas satíricas de Quevedo: “No me va bien con lenguaje / tan de grados y corona: / hablemos prosa fregona / que en las orejas se encaje”. Así lo entiende Tato, que hace accesible y no amanerada la mezcla, limpiando y seleccionando aquellos parlamentos que hoy nos son más cercanos.

Con ayuda de Bruno Tambascio, que anima además la escena como instrumentista y cantante, Cáceres pone música a romances y prosas en canciones que vertebran las diferentes escenas. No abundaré, ya imaginan: casamientos por interés con viejos verdes, robos a viudas tras entrar a su servicio, virgos remendados, chulos de cuchillo fácil y madres capaces de vender a sus hijas por unos reales. El canon “celestinesco” y “lazarillesco” en una coctelera agitada con estilo y conocimiento por ese barman de los clásicos que es Tato.

Cuenta además Malvivir con un dúo de poderosas pícaras -me perdonen- en escena: Aitana Sánchez-Gijón y Marta Poveda, en una alternancia de personajes y rostros que les permite a ambas volar y deslumbrar. Las dos son grandes actrices, con décadas de demostrada trayectoria y talento. Aquí, bien dirigidas, parecen disfrutar y ofrecen versiones grandes de sí mismas. Sánchez-Gijón, desde una interpretación serena y poderosa. Poveda, desde un trabajo físico y gestual, inmenso, con una variedad de registros y una creatividad que no le había visto en ninguno de sus papeles anteriores. Damas o harapientas, perdidas o estiradas, según toque, el dúo de Elenas, maridos, Montúfares y pajes ayudan a que el montaje se disfrute como una comedia y se aprecie en lo que de íntimo y reflexivo tiene.  

Es un montaje divertido e incorrecto, como su protagonista. Tan solo se arrima al árbol que más sombra da cuando defiende a la mujer de entonces desde la cuarta ola de un feminismo de hoy

Pese a lo sórdido de la historia, Malvivir tiene esa virtud: es un montaje divertido e incorrecto, como su protagonista. Tan solo se arrima al árbol que más sombra da cuando defiende a la mujer de entonces, la pícara de la ribera del Manzanares, desde la cuarta ola de un feminismo de hoy. Mucha ola para tan poco río: esa lectura está ahí, y bien que esté, de forma subyacente.

Sin duda, la pieza es una reinvindicación sutil y con cabeza de la mujer del siglo XVII desde el XXI. Incluso de las más busconas, liantes y extraviadas. Conviene comprender a aquellas mujeres, que no eran villanas ni heroínas, sino acaso tan solo unas víctimas más de una nación que, como el resto del planeta, no había llegado aún a conceptos como “estado del bienestar”. Pero parece que hoy hubiera miedo en las artes a olvidarse del oportuno guiño al movimiento feminista, como antes se temía molestar a las autoridades del régimen, y antes aún al Duque o al Rey de turno. A veces, justicia poética, la corrección logra justo lo opuesto: si una lección queda flotando es que España no es solo un país de golfos, sino también de pícaras, y que no solo ellos daban palos y engañaban.

En cualquier caso, el subrayado no es excesivo y el montaje celebra al personaje y al verso. El espectador sale de la sala -quien firma al menos- pensando en la riqueza inmensa del legado literario español y en lo necesario de que perviva en la cultura contemporánea con obras como esta.


Dramaturgia y adaptación: Álvaro Tato. Con fragmentos de: La hija de Celestina, de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, La niña de los embustes, de Alonso de Castillo Solórzano, La pícara Justina, de Francisco López de Úbeda, Tres letrillas y Un romance de Francisco de Quevedo. Dirección: Yayo Cáceres. Intérpretes: Marta Poveda, Aitana Sánchez-Gijón y Bruno Tambascio. Composición música original: Yayo Cáceres. Arreglos: Yayo Cáceres y Bruno Tambascio. Escenografía: Mónica Boromello. Vestuario: Tatiana de Sarabia. Iluminación: Miguel A. Camacho. Naves del Español en Matadero (Sala Max Aub). Madrid.

Foto: David Ruiz.

Estrellas Volodia

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