MAÑANAS DE ABRIL Y MAYO
Dos décadas han pasado desde que Miguel Narros dirigió sus Mañanas de abril y mayo, un texto delicioso de Calderón de la Barca, más juguetón y ligero que algunas de las obras por las que el dramaturgo es celebrado, una comedia cortesana ambientada en un Madrid de requiebros y equívocos que se suceden entre el Prado -el paseo donde se dejaban ver los pretendientes y pretendidas- y la Florida. Dicen que es texto complejo, pero todo se entiende con facilidad, comparado con otras comedias áureas, y discurre con fluidez en esta versión de Carolina África que llega al Teatro Fernán Gómez con una dirección de Laila Ripoll que apuesta por el color y el exceso, un todo al rojo ganador en el que el público ríe y se sumerge en otro Madrid, el de los años 50, pero no el del hambre y la penuria, sino el de la fiesta y la coctelera.
En cierto modo, estas Mañanas son el reverso luminoso de aquella crónica triste de la villa y corte franquista que fue Tea Rooms. Así, Ripoll se lleva a Calderón a mansiones donde habitan galanes chulescos con pañuelo al cuello y damas con faldas plisadas y Martini en mano. De Madrid al cielo. O al Prado, que es donde en realidad se sirven estos cócteles de imaginaria teatralidad.
Un texto plagado de pecados de juventud que no se toma en serio a sí mismo. El género -comedia- no debería ser una carta en blanco para lo absurdo, lo burdo y lo ilógico
Mañanas de abril y mayo es un juego de equívocos en el que la mujer calderoniana, siempre inteligente y digna, se impone al varón con ingenio. Para ello, se sirve del recurso de la tapada: Doña Clara da un escarmiento detrás de otro al vanidoso y vaina Don Hipólito, forzando un encuentro disfrazada de anónima y silente dama. El fiera del galanteo confundirá a la misteriosa mujer con Doña Ana, a quien pretenderá sin éxito. Ésta a su vez sufre por el abandono de un Don Juan nada donjuanesco, amante constante y huido de la corte por haber dado muerte a un desconocido a la puerta de la casa de la dama, a la que acusa de casquivana. Lo que ella no sabe es que Don Juan ha regresado y se aloja en la casa contigua, alojado por su amigo Don Pedro; lo que él a su vez ignora es que Doña Ana es inocente y suspira por su amor y su perdón.
Calderón se adelanta a eso tan de hoy de lo autorreferencial, y hermana sus Mañanas, con menciones explícitas (o casi) a Casa con dos puertas mala es de guardar (donde también el protagonista se instala en la de un amigo) o La Dama duende (con galán enamorado de una dama misteriosa a la que ve fugazmente). El enredo está servido y acaba, cómo no, bien para casi todos.
Entre personajes deliciosos y situaciones rocambolescas enlazadas, el dramaturgo entona un canto primaveral y traza un recorrido por los rincones del Madrid del siglo XVII, con los celos y la constancia como temas de fondo sin acentuar en exceso. Al cabo, estamos ante una comedia: todo tiene perdón y nada es tan grave como parece. Así lo entiende Laila Ripoll, que saca galones y dirige con soltura e ingenio, dándole un tono naïf, casi lúdico, a una puesta en escena que es todo guiño y diversión.
Destacan en este montaje, por tener peso protagónico, un maquillaje y, especialmente, peluquería (Paula Vegas), y un vestuario (Almudena Rodríguez Huertas) de floral nostalgia cincuentera y elegancia chicotera
Destacan en este montaje, por tener peso protagónico, un maquillaje y peluquería (que firma Paula Vegas) y un vestuario (Almudena Rodríguez Huertas) de floral nostalgia cincuentera y elegancia chicotera. Ellas, entre Lucille Ball y Las Chicas de la Cruz Roja. Ellos, con un pie en Mad Men y otro en El día de los enamorados. Recrea así el montaje con alegría la vida de la clase alta en una posguerra de salones con camarera que recrean lo que en Calderón es paseo galante por los márgenes de la ciudad.
Todo lo asume con agilidad una compañía de altura. El Don Hipólito de un soberbio José Ramón Iglesias, pura comedia, es el personaje más celebrado con un repertorio de ademanes y gestos. A su altura, la comicidad explosiva de Ana Varela, cuya Doña Clara es un vendaval. El tercer gran trabajo que no puedo dejar de señalar es el de Alba Recondo, una Doña Ana de esmerado y divertido pijerío, encarnación de una vacuidad social que es aquí cómica y aplaudida.
Acompañan con estupendos trabajos un desesperado y enérgico Pablo Béjar, curtido en el Clásico -se nota en el decir-, como Don Juan, y el criado y dama para todo -enredos incluidos- de Guillermo Calero y Nieves Soria, amén de un torpe anfitrión, el Don Pedro de Juan Carlos Pertusa.
Que estas Mañanas de abril y mayo puedan verse en Madrid en dichos meses es, supongo, una sabia planificación, o acaso una feliz coincidencia. Sea como fuere, no las dejen pasar si quieren disfrutar de un buen rato. Tienen hasta las tardes de mediados de mayo.