Alta costura emocional

AMAERU

Rosa, soltera y marcada por la soledad y el paso de los años, como aquella Doña Rosita lorquiana, ve cómo se le escapa la juventud. Pero, al contrario que la de García Lorca, el personaje que presenta Carolina Román en Amaeru es tremendamente divertido y entrañable. En realidad, solo es Rosa una de ellas, ya que también hay en este montaje una Mercedes, una Lucinda y una ‘Tía Piba’, en un juego de capas que se superponen con el que Román construye una dramaturgia clara y sentimental, un viaje emocionante al corazón de seres tan cotidianos como comprensibles. Una historia tierna y dura en la que reímos sin parar con la naturaleza imperfecta de sus protagonistas.

Es imposible no dejarse llevar por las vidas almodovarianas de las dos hermanas que se consumen en algún rincón del barrio de Liniers a finales de los años 70, sobreviviendo como costureras con aspiraciones de haute couture, criando un hijo sin padre que ocultan al barrio, por el qué dirán, y soñando con hombres que algún día llamen a su puerta para sacarlas de su mutua dependencia.

El teatro es ese lugar en el que dos actores, cuando trabajan como Calicchio y Freire, pueden convencernos de que son lo que quieran y hacernos reír y llamar a la lágrima a que asome tímidamente

Esas vidas encuentran una piel de enorme talento teatral en Daniel Freire y Omar Calicchio, intérpretes argentinos pero adoptados, como la propia Román, por Madrid, donde trabajan y viven desde hace años. En su capacidad para transformarse sin fallos ni flaquezas en esas hermanas, cada una con su personalidad, acabamos viéndolas, más allá de lo físico, porque el teatro es ese lugar en el que dos actores, cuando trabajan como Calicchio y Freire, pueden convencernos de que son lo que quieran y hacernos reír y llamar a la lágrima a que asome tímidamente. Porque Amaeru es divertidísimo en muchos momentos -y de eso es tan responsable Román como sus actores- pero también tiene momentos de una tristeza demoledora.

"Amareru", de Carolina Román | Foto: Pablo Llorente

 

Román construye un edificio de memorias que en lo teatral es un juego de espejos perfectamente armado: si al comienzo son Rosa y Mercedes, costureras de barrio, a quienes conocemos, pronto entendemos que estas son solo las protagonistas de un culebrón de éxito en el que Lucinda y ‘Tía Piba’ ven reflejadas sus vidas, algo ridículas, algo patéticas, muy dignas de un amor que no llega porque una es una joven madre y otra no ha conocido varón y se entrega a sus supersticiones y sus plantas. Ambas viven para los otros, en una historia que habla de sacrificios y ausencias, de vidas entregadas a la felicidad ajena, en parte de forma consciente, en parte con cierta fatalidad.

Román, cuya sensibilidad imprimió un sello tan personal a aquel hermoso ‘Juguetes rotos’, parece tener querencia por este tipo de perdedores. También Lucinda y Tía Piba son muñecas descosidas por la vida

La dramaturga y directora, cuya sensibilidad imprimió un sello tan personal a aquel hermoso Juguetes rotos, parece tener querencia por este tipo de perdedores. También Lucinda y Tía Piba son muñecas descosidas por la vida y abandonadas en el arcén del tiempo. Dos náufragas unidas a la realidad tan solo por la dosis diaria de irrealidad de una ficción televisiva y por los ratos que echan asomadas a la puerta afanándose en el necesario hábito del cotilleo. No anda tan lejos la España de sillas a la puerta del zaguán, en la que tantas Lucindas habrá habido.

No desvelaré el final, que añade una capa extra narrativa. Para mi gusto, innecesaria, pero no por ello mal resuelta. Me gustaba la historia que hasta este momento había ofrecido Román, aunque es cierto que el giro inesperado ayuda a explicar la elección de dos actores para los papeles femeninos de la historia y justifica el extraño título de un montaje que, al final, es también una llamada de atención a una sociedad que camina hacia la deshumanización.


Texto y dirección: Carolina Román. Intérpretes: Daniel Freire y Omar Calicchio. Escenografía: Alessio Meloni (APPEE). Iluminación: Manuel Fuster. Sonido: Fran Gude. Figurinista: Antonio Belart. Videoescena: Emilio Valenzuela. Compositor: Miguel Linares. Coreografía: Marta Fernández. Atrezista: Eva Ramón. Diseño de caracterización: Chema Noci.  Teatros del Canal (Sala Negra). Madrid

Fotos: Pablo Llorente

Estrellas Volodia

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