El “ladrillazo” llega al CDN

EL INSPECTOR

Imbuido del frenesí genial de Billy Wilder en Uno, dos, tres, Miguel del Arco, el hombre de moda en la escena española, viaja de la Rusia de 1836 a la España del pelotazo actual con El inspector, de Nicolái Gogol, su merecido debut en el Centro Dramático Nacional. Del Arco va quemando etapas rápido: triunfó con versiones personalísimas de Pirandello y Gorki –las magníficas La función por hacer y Veraneantes–, demostró que era igual de solvente en el soliloquio, dando alas a Nuria Espert y a Carmen Machi en sendos dramas, y puso su sello a  De ratones y hombres,  con el que pisa fuerte también en un encargo convencional.

Le faltaba abordar el musical y la comedia.  El inspector reúne ambos géneros –un trío de violín y viento acompaña a la trama, salpicada por algunas canciones– y hay que reconocer que desde que arranca, con un impagable cante de la criada bigotuda de Jorge Calvo –chapeau por este cómico–, hasta que cae el telón, con una innecesaria propina, el público celebra con carcajadas cada escena, cada chanza de esta sátira de la «res publica» y el ladrillo español.

El director, que nunca se había adherido a consignas, toma partido aquí, como si la corrupción nacional fuera cosa sólo de unos y no de los otros

El director, que nunca se había adherido a consignas, toma partido aquí, como si la corrupción nacional fuera cosa sólo de unos y no de los otros, y sitúa en una inequívoca Comunidad Valenciana con falleras y alusiones a los trajes de Camps la ciudad sin nombre del corrupto alcalde protagonista, un lugar donde la visita beckettiana del temido inspector de la capital se arregla a fuerza de cohechos y sobornos.

Política al margen, la apuesta funciona sin fisuras: el director logra un reparto cohesionado al ritmo de su batuta frenética. Están muy bien la hija tonta de Macarena Sanz, el juez de Fernando Albizu o la pareja de banqueros de Calvo y José Luis Martínez. Pero lo de Gonzalo de Castro es antológico: un sabroso papel para un gran actor erigido en carne y hueso en hilarante prócer sin escrúpulos, en la línea del protagonista de Noviembre. Lo hace sin caer en el histrión, cosa que no puede decir todo el reparto, porque hay excesos, buscados probablemente por el director y por tanto irreprochables al reparto. Por eso, pese a estar pasados de rosca, el público ríe con la esposa del alcalde que interpreta Pilar Castro, genuina “choni” embutida en leopardo con ínfulas de presidenta; el trasunto de Joselito con el que Ángel Ruiz se da el gusto de recordar que tiene voz (sin micrófonos nos lo creeríamos más; su uso en el CDN es inexplicable); o el funcionario pícaro y de aroma marxista –de Groucho, no de Karl– de Juan Antonio Lumbreras. Ese es el lastre de un montaje muy divertido que no llega a redondo: a Del Arco cabe pedirle sutileza, acidez, mala leche si se quiere, pero no humorismo fácil. Sin duda, el carnaval de concejales de urbanismo repeinados (estupendo Javier Lara), policías represores y consejeros de Cultura ágrafos es un vehículo eficaz. Pero eso lo sabe hacer cualquiera.


Autor: Miguel de Arco (a partir del texto de Máximo Gorki). Dirección: Miguel del Arco. Escenografía: Eduardo Moreno. Iluminación: Juanjo Llorens. Reparto: Bárbara Lennie,  Israel Elejalde, Mirim Montilla, Raúl Prieto, Míquel Fernández, Manuela Paso, Chema Muñoz, Elisabet Gelabert, Cristóbal Suárez, Lidia Otón, Ernesto Arias. Teatro de La Abadía. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Mayo 2011).

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