Animales escénicos

RINOCERONTE

Si el teatro tuviera hoy en día en España la capacidad para convulsionar a la sociedad de que gozó en otro tiempo, quién sabe si este Rinoceronte que ha adaptado y dirigido Ernesto Caballero habría tenido un recibimiento similar al que tuvo, en 1961, el de José Luis Alonso, aclamaciones y pateos, según las crónicas. Hoy una metáfora animalista sobre nuestra actitud ante los totalitarismos no es revolucionaria, porque creemos haberlos relegado al tercer mundo, aunque convivamos inconscientemente con ellos disfrazados de otros fenómenos: el poder de las grandes empresas, el pensamiento dominante… En cualquier caso, socialmente hablando, éste es otro montaje más del Centro Dramático Nacional.
Teatralmente, sin embargo, sería injusto dejarlo en eso, porque Caballero pone toda la carne en el asador. Visualmente este Rinoceronte ofrece un soberbio trabajo técnico: el de iluminación de Valentín Álvarez, y, especialmente, el de sonido, ideado por Luis Miguel Cobo, con temblores de estampida cuando irrumpen las bestias. La escenografía de Paco Azorín, un impactante y a la vez funcional entramado de escaleras metálicas, permite desarrollar teatro puro y limpio en su corazón y a la vez jugar con inquietantes seres sin rostro –ciudadanos «rinocerontizados»– en una estructura con sorpresa final. También en medios actorales es un gran montaje, con un reparto plagado de talento y oficio en el que el socarrón Janfri Topera, un veterano Juan Ignacio Quintana o el divertido Paco Déniz, con su filósofo lógico, conquistan sonrisas.

A Caballero no le hace falta ser un rinoceronte, ir a la moda: aunque sea cuestionable la estética parisiense elegida, sin duda va por libre y hace el tipo de teatro que le gusta y que domina

Todo eso son bazas de esta producción memorable, pero también la perfecta dirección de Caballero: curtido y sin egos innecesarios, sabe cuándo el texto de Ionesco requiere acercarse al humor naïf o al absurdo y cuándo dejar que la intimidad, la emoción del diálogo, surja sin interrupción en una obra que crece en intensidad y en dramatismo según su protagonista se va quedando solo ante el peligro. A Caballero no le hace falta ser un rinoceronte, ir a la moda: aunque sea cuestionable la estética parisiense elegida, sin duda va por libre y hace el tipo de teatro que le gusta y que domina, y no el que la modernidad y las corrientes exigen.

Por eso se deleita en escuchar a los actores a ritmo de comedia al comienzo, con el teatro entero convertido en representación; o en dejarles trabajar con calma después. Así, Berenger y Daisy, el antihéroe cotidiano y su amada, comparten afectos, incomprensión y ruptura, una vida en cinco minutos, como le dice un inmenso Pepe Viyuela a esa gran actriz que es Fernanda Orazi, pura candidez hasta su desaparición entre la plaga. Viyuela se mimetiza con su perdedor, un cualquiera sin encanto, alcoholizado y nada ejemplar, un tipo triste que sólo quiere que le dejen ser él mismo en un acto de resistencia frente a la progresiva uniformidad. Un papel que, en su aparente falta de sustancia, se antoja un esfuerzo complejo y enorme. Más, con perdón, que el de Fernando Cayo, el otro nombre que es obligatorio resaltar: la conversión en rinoceronte de Juan, el amigo del protagonista, física, sonora y gestual, es de puro animal escénico. Un barrito bestial. Un papelón. Pero la normalidad a veces es más compleja.

Viyuela se mimetiza con su perdedor, un cualquiera sin encanto, alcoholizado y nada ejemplar, un tipo triste que sólo quiere que le dejen ser él mismo en un acto de resistencia frente a la uniformidad

Ionesco construyó una inteligente y aterradora metáfora sobre la alienación y la ceguera de las masas, la versión surrealista de Un mundo feliz en una pequeña ciudad burguesa y normal en la que los ciudadanos comienzan a convertirse en rinocerontes, ante el pavor, primero, y su indiferencia, después. El grito final de Berenger, “¡yo no me rindo!”, conmueve por patético. No cede, pero es aplastado. Podemos –y debemos– saber leer a Ionesco en 2014.


Autor: Eugene Ionesco. Versión y  dirección: Ernesto Caballero. Escenografía: Paco Azorín. Iluminación:Valentín Álvarez. Vestuario: A. López-Cobos. Música y espacio sonoro: Luis Miguel Cobo. Intérpretes: Pepe Viyuela, Fernando Cayo, Fernanda Orazi, José Luis Alcobendas, Juan Carlos Talavera, Paco Déniz, Janfri Topera, Juan Antonio Quintana, M. Martínez, Esther Bellver. Teatro María Guerrero. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Diciembre 2014)

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