CABARET DE CARICIA Y PUNTAPIÉ
Cinco años de aplausos, un premio Max y tres paradas en Madrid –no sé cómo no lo vi antes, “mea culpa”– lleva a cuestas este atípico cabaret de cámara, alejado de lo sicalíptico, lo picante y lo equívoco. Una revista sin pluma ni plataformas, una velada literaria sin libros ni pretensiones, una osadía musical sin orquesta, un viaje en el tiempo sin Delorean (aunque con algo de plutonio) y una postal de barrio sin aceras con más de surrealismo que de costumbrismo. Alberto Castrillo-Ferrer, el director de este Cabaret de caricia y puntapié, y Carmen Barrantes y Jorge Usón, sus dos únicos protagonistas, le hacen una peineta a las modas imperantes porque les viene en gana darse un baño de Boris Vian, porque no todo va a ser burlesque de encefalograma plano, y porque saben y pueden, y construyen con cuatro biombos, algunos maniquíes, unas maletas de viajero trasnochado y tanta imaginación como desparpajo un inmueble de posguerra parisiense, en el que la nostalgia hace mutis por el hueco de la escalera para que irrumpan en bata y con “permanén”, ortodoncia o lencería, el frenesí, la gansada y el metateatro sin llamar al timbre y sin pedir disculpas.
Si el cabaret es la vida y la vida es el cabaret, como zanjó Bob Fosse, ellos homenajean al poeta y “chanteur” parisiense con un circo dramatúrgico de tres pistas sobre su vida misma, en la que es tanto lo imaginado como lo improbable: para empezar, una defensa de tesis desastrosa con el público como jurado y un doctorando al borde del delirio acompañado de su ayudante eslovena. La tesis, claro, versa sobre Vian, y gira en torno a tres ejes: amor, violencia y vecindario. Su título, imposible. No me pidan que lo reproduzca.
Alberto Castrillo-Ferrer, Carmen Barrantes y Jorge Usón le hacen una peineta a las modas imperantes porque les viene en gana darse un baño de Boris Vian
Como si descubriéramos las historias del trabajo a examen –desordenadas por una oportuna confusión de papeles–, canción a canción aparece el Vian que prefiere hacer el amor a la guerra en El desertor o en Barcelona, no olvidemos que hablamos del París recién liberado de los nazis; el que provoca haciéndole el amor a la guerra en Pégame Johnny, tan políticamente incorrecta hoy; o el que le hace la guerra a la guerra en la hilarante adaptación de La java des bombes atomiques.
Como en toda estructura episódica, siempre hay algún número que no es tan redondo. Lógico. Este cabaret con algo de música y mucho de teatro, y del bueno –con un derroche de trabajo corporal y gestual, huellas de clown y un sinfín de bolos a la espalda–, nos dará a conocer a una galería de personajes que ni el 13 Rue del Percebe, desde Lulú, la vecina casposa, hasta Osvaldo, el psicoanalista argentino. “Borisvianescos” todos. Y, finalmente, en un canto de amor a su propio oficio, descubrirá sus cartas para enfrentarnos a dos actores, él y ella, con sus miserias, caricias y puntapiés. Actores sin descanso y con mil máscaras, Usón y Barrantes, que conjugan en primera persona del singular los verbos divertir y disfrutar. Una forma diferente, sorprendente y trepidante de entender el cabaret. Y un gustazo.
Texto: Compañía Gato Negro, a partir de canciones de Boris Vian. Traducción y dirección: Alberto Castrillo-Ferrer. Intérpretes: Carmen Barrantes y Jorge Usón. Escenografía: Manolo Pellicer. Vestuario: Marie-Laure Bénard. Diseño de luces: Carlos Samaniego “Sama”. Teatro Alfil. Madrid.
Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Diciembre 2014).