TODOS ERAN MIS HIJOS
Al contrario que Albert Camus, entre su madre y la justicia, el iracundo Chris Keller no escogería a su madre. O, en su caso, a su padre. Y ahí reside la tragedia de Todos eran mis hijos, un texto inmenso de Arthur Miller que ya en su día sacudió a la sociedad norteamericana y que, décadas después de su estreno en 1947, no deja de sorprender. Suerte de Willy Loman en permanente batalla con su pasado, sobre Joe Keller cae como un alud la condena de la América que quiso limpiar su conciencia tras la Segunda Guerra Mundial. Y la fábrica de recambios para avión del protagonista es la herida abierta que marcará a la larga a la familia.
La obcecación ante la evidencia –la madre, Kate Keller, vive aferrada a una fantasía: espera ver aparecer un día a su hijo, desaparecido en combate hace tres años–, los estigmas sociales y la reconstrucción vital, encarnada en el otro hijo, Chris, dispuesto a casarse con la prometida de su hermano, Ann (ambos sí han sabido pasar página), son otros temas que vertebran un drama monumental, que en la adaptación del argentino Claudio Tolcachir se revela trepidante y actual.
Faltaba ver a Tolcachir con una compañía que no fuera Timbre 4 y un texto que no naciese de la creación propia. El director ha pasado el examen del encargo. El talento sí es exportable a otros formatos
En los últimos años, una corriente de teatro procedente de Argentina ha marcado estilo en los escenarios españoles. Daniel Veronese y Claudio Tolcachir son los máximos exponentes de esa escuela verosímil, naturalista y desestructurada. Teatro hecho con cuatro perras y una especial atención a la dirección de actores. Obras como Mujeres soñaron caballos y La omisión de la familia Coleman abrían un horizonte esperanzador. Pero, enfrentado a un texto ajeno y en una producción convencional, el reciente Glengarry Glen Ross de Veronese se reveló correcto pero impersonal. Faltaba ver a Tolcachir con una compañía que no fuera la suya, Timbre 4, y un texto que no naciese de la creación propia. El director ha pasado el examen del encargo. La conclusión es que el talento sí es exportable a otros formatos.
Todos eran mis hijos mantiene la marca de Tolcachir: las relaciones entre personajes se vuelven un juego de mesa, una tela de araña en la que algunas frases se solapan, como si viéramos una grabación en Súper 8 de la vida de una familia de clase media. En ese logrado retrato, la escenografía y el vestuario cumplen con una labor de ambientación: estrenar en un gran teatro no tiene por qué requerir una gran escenografía, aunque tampoco molesta. En este caso, los troncos de árboles diseñados como fondo por Elisa Sanz no impiden ver el bosque de Miller.
Fran Perea, cambia de registro respecto a su Don Juan o su Hipólito recientes, y demuestra que estamos ante un actor con todas las de la ley dispuesto a hacerse un sitio
Pero es el trabajo del reparto el que lleva el peso y el carácter de la función, con un brillante Carlos Hipólito como el atribulado patriarca, al que se acerca de forma inteligente y con medidas explosiones de genio. Impresionante aparece Gloria Muñoz, madre dolorosa, magnética en cada giro de personalidad. Y muy bien los rostros jóvenes. A Manuela Velasco, en su debut, no se le puede pedir más: aporta frescura y buen hacer, y sólo en algunos momentos cabe exigirle una mejor proyección de la voz.
En cuanto a Fran Perea, cambia de registro respecto a su Don Juan o su Hipólito recientes, y demuestra que estamos ante un actor con todas las de la ley dispuesto a hacerse un sitio. Jorge Bosch, como el hermano acusador de Ann, y los vecinos de la familia –Nicolás Vega, María Isasi, Alberto Castrillo-Ferrer y Ainhoa Santamaría– redondean un gran montaje que abre con acierto la temporada del Teatro Español.
Autor: Arthur Miller. Adaptación y dirección: Claudio Tolcachir. Escenografía: Elisa Sanz. Iluminación: Juan Gómez-Cornejo. Intérpretes: Carlos Hipólito, Fran Perea, Manuela Velasco, Jorge Bosch. Teatro Español.
Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Septiembre 2010).