Viejos y crípticos tiempos

TIERRA DE NADIE 

No hay antología inglesa que esquive el imprescindible comienzo «April is the cruelest month…». Fascinado por el poema La tierra baldía de T. S. Eliot, Harold Pinter escribió en 1975 No Man’s Land, traducido tres décadas después, en su primer viaje a los escenarios españoles, como Tierra de nadie. Reconozco que, al terminar de ver el, por otro lado, hermoso montaje de Xavier Albertí y el Teatre Nacional de Catalunya, sigo sin saber muy bien de qué habla Harold Pinter en la que algunos califican como su obra maestra. ¿Trata de la postura ética del poeta que no se vende frente al artista millonario, como se ha escrito?, ¿es un pulso de poder o un duelo psicológico sin más, como otros imaginados por el Nobel inglés? Quizá… En cualquier caso, Tierra de nadie contiene líneas de incandescente fortaleza, como todo el diálogo –un monólogo enmascarado de Spooner– del primer acto.
El escenario no podía ser otro: una habitación claustrofóbica en la mansión londinense de Hirst, un poeta que convive con dos secretarios o criados o acaso algo más. Allí, éste, notablemente afectado por el alcohol toma una y otra copa con el verborreico Spooner, ¿poeta vagabundo?, ¿viejo amigo?, ¿parroquiano de taberna?, ¿genio del lenguaje? Como en Viejos tiempos, no sabremos si el encuentro es fruto del azar, tampoco si ya se conocían. Todo deberemos intuirlo y no habrá respuestas para nuestras preguntas. El encuentro se alarga entre vapores de whisky y revelaciones crípticas, con Spooner ejerciendo de conciencia de Hirst. La incoherencia lineal y narrativa está buscada… y conseguida.«By this, and this only, we have existed / Which is not to be found in our obituaries», dice Eliot. Quizá de eso trate esta obra, de por qué hemos vivido y de qué nos queda al llegar el ocaso.  Es un texto complejo y Albertí no apuesta por su claridad.

Quizá de eso trate esta obra, de por qué hemos vivido y de qué nos queda al llegar el ocaso.  Es un texto complejo y Albertí no apuesta por su claridad.

Con el público dispuesto a ambos lados del escenario, Lluc Castells nos encierra con talento en la antipoesía de un salón claustrofóbico de sofás de cuero, con un mueble bar acristalado central. No es gratuito: el alcohol domina la trama, convirtiendo a Hirst en un trapo. Josep Maria Pou, hábil veterano, hace lo que puede con su personaje, al que le toca arrastrarse y contestar con monosílabos al comienzo. Luego crece, aunque la función parece escrita para Spooner, y Lluís Homar le saca todo el jugo: está divertidísimo en su locuacidad y esperpénticamente sarcástico. Albertí, con quien ya trabajó en la redonda El hombre de teatro, le ha vuelto a servir en bandeja otro gran papel, con parrafadas de vivo genio que él redondea con un sabio lenguaje corporal.

David Selvas y Ramón Pujol acompañan a ambos dignamente como los secretarios de Hirst, aunque marquen demasiado la flema en su dicción, como si quisieran que fueran más “british”, hacer más Pinter a Pinter. Pero la tierra del título no está en ningún sitio. Ni siquiera es un lugar, sino, acaso, un momento. Suponiendo que de eso hable Pinter.


Autor: Harold Pinter. Traducción: Joan Sellent. Dirección: Xavier Albertí. Escenografía: Lluc Castells. Reparto: Lluís Homar, Josep María Pou, David Selvas, Ramón Puyol. Matadero-Naves del Español. Madrid, 15-I-2014.

Crítica publicada originalmente en La Razón y recogida en Notas desde la Fila Siete (Julio 2015).

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