No arde Roma

TITO ANDRÓNICO

Buena elección la del Festival de Mérida, que ha invitado a Animalario a estrenar en el Teatro Romano. No se han apagado aún los ecos de su formidable Urtain y es una de las compañías del momento. Acierto también con el texto: el certamen propuso, con lógica, Tito Andrónico: la tragedia más violenta de Shakespeare parecía escrita para el estilo incendiario de Andrés Lima y compañía.

Pero no ardió Roma, ni Mérida, en un estreno prisionero del síndrome del encargo. A estas alturas nadie espera catástrofes teatrales de los responsables de Alejandro y Ana. Lo que España no pudo ver del banquete de boda de la hija del presidente o Marat-Sade. Y Tito Andrónico, montaje estimable, pero no redondo, cae lejos del estado de gracia de Urtain, Hamelin o Argelino, servidor de dos amos.

Tito Andrónico, montaje estimable, pero no redondo, cae lejos del estado de gracia de otros de Animalario como Urtain, Hamelin o Argelino, servidor de dos amos.

Acaso sea por su extensión: va una hora recortado, pero siguen siendo casi tres. Aunque, más probablemente, se trate de un desajuste de espíritus escénicos. El espectáculo, que tiene momentos memorables, crece cuando el ciclón Animalario se libera sin ataduras: el arranque de la obra a modo de obertura paramilitar con un Tito Andrónico robótico; la violación y amputación de Lavinia en un bosque creado con un manto de hojas secas; el zénit de la tragedia, en la que corre la sangre con el reparto centrifugado vertiginosamente por el escenario giratorio diseñado por Beatriz San Juan… Cuando Animalario es más Animalario vibran las piedras del Teatro Romano.

Hay en cambio largos pasajes, escenas enteras, en los que no se ve la marca de Lima y sus compañeros. Ocurre aquí algo inusual: a Animalario se les ama o se les odia, pero nunca aburren. O al menos nunca lo hacían. Queda una propuesta con destellos de música, iluminación y dirección, y un puñado de excelentes trabajos actorales, como el emperador Saturnino al que vida Javier Gutiérrez, un actor en crecimiento, aquí “neroniano”, excesivo y payaso, pero magnético en cualquier caso; el Marco de Enric Benavent, de diferentes registros; un sorprendente Lucio, a cargo de Juan Ceacero; y una furia femenina llamada Tamora a la que encarna de forma sobresaliente Nathalie Poza. También el moro traidor de Fernando Cayo y la doliente Lavinia, todo gemidos, de Elisabet Gelabert.

Ocurre aquí algo inusual: a Animalario se les ama o se les odia, pero nunca aburren. O al menos nunca lo hacían

En cambio, y a pesar de su entrega física -hasta el desnudo integral- y su derroche gestual, cuesta comulgar con el estilo sacerdotal de Alberto San Juan, que convierte las iras, arrebatos o introspecciones de su Tito Andrónico en una letanía cuasi monocorde. El montaje saldrá ganando en las distancias cortas -en Madrid se verá en el Matadero- y con algunos arreglos.


Autor: William Shakespeare. Traducción: Salvador Oliva. Director: Andrés Lima. Intérpretes: Alberto San Juan, Nathalie Poza, Enric Benavent, Elisabet Gelabert, Fernando Cayo, Javier Gutiérrez, Alfonso Begara, Juan Ceacero, Julio Cortázar, Tomás Pozzi, Luis Zehara. Escenografía: Beatriz San Juan. Teatro Romano. Festival de Mérida. Mérida (Badajoz).

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Julio 2009).

Estrellas Volodia

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