Masacre documental

PORT ARTHUR

El estreno de Port Arthur ha coincidido, con solo un par de días de separación, con el terrible ataque contra dos mezquitas de Nueva Zelanda a manos de un extremista supremacista que ha dejado 49 muertos. Es curioso cómo la obcecada realidad ha venido a apoyar a este montaje de teatro documento que recrea el interrogatorio a Martin Bryant, el sospechoso de un atentado similar ocurrido en 1996 en el destino turístico del título, en la isla australiana de Tasmania. Bryant, un joven con pinta de surfero, con un grado de deficiencia mental y un creciente odio a la sociedad, asesinó a sangre fría a 35 personas.

Como sucedió tras la masacre de Port Arthur, cuando las autoridades australianas endurecieron su legislación sobre posesión y venta de armas, también ahora las neozelandesas han anunciado lo mismo. La historia se repite. Insisto, es curioso que la realidad haya venido en cierta manera a “apoyar” a este montaje de El Pavón Teatro Kamikaze. Es casi el único punto a su favor: de por sí, en lo que tenía de interés en abstracto y de propuesta teatral, se sostenía de forma endeble.

Martin Bryant, un joven con pinta de surfero, con un grado de deficiencia mental y un creciente odio a la sociedad, asesinó a sangre fría a 35 personas en 1996 en Tasmania

En cierto modo, la decisión de conformar un doble programa con Port Arthur y Jauría es matadora. Las comparacones son odiosas: al lado del sublime montaje de Miguel del Arco, este otro de David Serrano palidece. En ambos el texto lo firma Jordi Casanovas, pero lo que Jauría tiene de interés rabioso por su actualidad y su cercanía al público español (el juicio a La Manada), en Port Arthur queda todo lejano, cogido con imperdibles.

Casanovas retrata el interrogatorio a Bryant, sirviéndose para su dramaturgia solo de extractos de la la grabación de la co misaría, que se filtró a Wikileaks, lo que dio que hablar en su día. Los agentes que llevaron a cabo el interrogatorio abusaron del bajo cociente intelectual de Bryant para ir tirándole de la lengua sin que estuviera presente su abogado.

La cuestión es que no queda claro si Casanovas y Serrano pretenden confrontar al espectador con el horror del crimen de Bryant, con lo absurdo de sus motivos y procesos mentales (el joven en todo momento parece no ser muy consciente de la gravedad de algunas de sus acciones), con la posibilidad de que sea inocente y se le esté queriendo convertir en cabeza de turco mediante vulneraciones de sus derechos civiles (durante todo el interrogatorio niega una y otra vez que él fuera el autor… excepto al final, creyendo que la cámara estaba apagada), o si se trata de un alegato anti armas. Todo es vago, indefinido y no especialmente apasionante en este documento, al contrario de lo que sucede en la segunda parte del ‘programa Kamikaze’.

Quizá porque este tipo de masacres se vienen repitiendo y convivimos ya por desgracia con ellas en los medios de comunicación, como parte de la sociedad en la que nos ha tocado vivir, se hacía necesario acudir a alguna más cercana o reconocible, alguna que invitara más al debate, que suscitara preguntas, que incomodara. Escuchando a Bryant se tiene la sensación de que aquello fue obra de un tipo con la mente echa un lío, una desgracia que sesgó arbitrariamente las vidas de muchos de la forma más absurda. Ni siquiera la filtración o la posible vulneración de los derechos del interrogado aportan demasiado interés al interrogatorio, que no pasa de ser material policial diría que rutinario.

La decisión de conformar un doble programa con Port Arthur y Jauría es matadora. Las comparacones son odiosas: al lado del sublime montaje de Miguel del Arco, este otro palidece

A ello se suma una dirección que opta por no complicarse la vida. Serrano, que había firmado la brillante Lluvia constante, un thriller policial que podía recordar en algunas cosas (ambientación, situación, personajes… incluso una escenografía similar) a esta pieza, tira aquí de oficio, sitúa a sus actores en escena y apuesta por un clasicismo vacío: no hay juego, no hay sorpresa, no hay música ni variaciones de iluminación. Solo hay tres personajes hablando, los dos policías y Martin. Se supone que descubrir poco a poco al asesino, ir acercándose a él, debe de ser un proceso fascinante. Se supone, digo, porque a quien firma no le ocurrió. Poco más puede aportar el montaje, que es teatralmente plano.

En el teatro documento, los hechos deben conmovernos. También el uso dramatúrgico de la realidad, su transformación teatral. Y, en este caso, ambas condiciones fallan

Su otro punto fuerte debería ser lo que tiene de golosina para tres intérpretes. Lo que de tour de force se puede esperar. Pero salí desesperado con la vocecilla y la gestualidad de Adrián Lastra, a quien Serrano se empeña en mimetizar físicamente con el Bryant real: el mismo jersey azul raído que el asesino luce en el vídeo –está en Vimeo– un pelucón rubio que lo aleja del surfero postadolescente y convierte a Lastra en un émulo barato de Marilyn Monroe. Un desatre. Lastra realiza un auténtico esfuerzo de personificación, puro trabajo de método, pero el resultado es cargante. Y junto a él Javier Godino y el veterano Joaquín Climent, tan solventes otras veces, parecen perdidos, sin acertar en el tono. 

El teatro documento es un formato, un género si quieren, valioso y poderoso. Bien empleado tiene una capacidad de convertir en intensidad dramática la crudeza de los hechos. Pero la primera condición es que esos hechos tienen que tocarnos, movernos. El teatro documento sirve como altavoz de denuncia. Pero, ¿qué se quiere denunciar aquí? La segunda condición es que también debe conmover el uso dramatúrgico de la realidad, su transformación teatral. Y, en este caso, ambas fallan.


Autor: Jordi Casanovas. Director: David Serrano. Intérpretes: Adrián Lastra, Javier Godino, Joaquín Climent. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Diseño de sonido: Sandra Vicente_Studio 340. Escenografía y vestuario: Alessio Meloni. El Pavón Teatro Kamikaze. Madrid.

Estrellas Volodia

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