PERRO MUERTO EN TINTORERÍA: LOS FUERTES
Sólo desde el horror se puede entender el horror. El artista incomoda cuando se muestra desnudo y nos muestra desnudos. El riesgo: que no todo el mundo entienda y/o comulgue. Unos cuantos espectadores se marcharon de la sala pequeña del Valle- Inclán, por eso conviene advertir que Perro muerto en tintorería: los fuertes es el más complejo e inasequible espectáculo de la ya de por sí incómoda Angélica Liddell y, a la vez, su montaje más maduro, el zénit de su progresión como artista.
Después de varios altibajos, ha encontrado, en el mejor momento y lugar -su debut en el Centro Dramático Nacional–, la perspectiva, liberada de los tópicos y dogmas que estrechaban su discurso en sus textos anteriores, Y los peces salieron a luchar contra los hombres y El año de Ricardo, para denunciar que nuestra concepción de la democracia, un sistema sociopolítico que hace morir a millones en el tercer mundo para perpetuar nuestro bienestar, no funciona.
Liddell dinamita desde sus propias contradicciones la ética de Occidente. Lo dice Rousseau en boca de la actriz: “La conservación del Estado es incompatible con la conservación del enemigo”.
Liddell dinamita desde sus propias contradicciones la ética de Occidente. Lo dice Rousseau en boca de la actriz: “La conservación del Estado es incompatible con la conservación del enemigo”. Incompatible. La palabra se repite a lo largo de la obra. El mero hecho de que una contestataria como Liddell llegue al CDN es “incompatible”. Ella lo asume. “Depender del poder me obliga a cuestionar el poder / Esa es mi doble naturaleza”.
El arranque es una declaración de intenciones (y de guerra a la “cultura”): “Soy un puto resentido y un puto inadaptado. / Soy un puto actor que hace de perro / por una puta vez en su puta vida / después de las cucarachas / en un Teatro Nacional / porque un perro cobra más que un puto actor”. Así, a hachazos contra una silla (¿un patio de butacas?) se desata el mäelstrom, tres largas horas de anti-entretenimiento, vayan advertidos.
Liddell ha madurado. La Alicia en el país de las pesadillas que era su alter ego teatral en el Tríptico de la aflicción se sigue bajando las bragas, pero ya no es por perversión, sino por rabia social
Liddell ha madurado. La pequeña Alicia en el país de las pesadillas que era su alter ego teatral en el brillante Tríptico de la aflicción se sigue bajando las bragas –para escándalo de algunos, supongo– pero ya no es por perversión, sino por rabia social. “Soy un tópico” dice Nasima, actriz árabe. Sin duda, antes lo era. Ya no. También ha avanzado su lenguaje escénico. El tenebrismo se mantiene en las esculturas de Enrique Marty, pero Liddell no tiene vocación de lolita gótica, sino de artista total. Bucea en la esencia de la civilización, en el Renacimiento, ve en el cuadro de Fragonard no un inocente columpio sino una violación y en un concierto de clavecín de Rameau la justificación de los abusos militares de EE UU. Finalmente, alcanza el éxtasis con Radiohead pidiendo a gritos de tiza que alguien la mate.
El suyo sigue siendo un teatro no narrativo, de acciones consecutivas, pequeños cuadros. Hay tensión física: los actores que corren, que se desgastan, se lamen y se amontonan. Hay suciedad, barro, cesped, vestidos mojados con arena, como una sociedad ahogada… A su lado, un selecto trío de arriesgados intérpretes, Miguel Ángel Altet, Violeta Gil y Carlos Bolívar, –incluido su habitual «partenaire», Gumersindo Puche, bajo seudónimo– lo da todo para ejecutar el plan de Liddell: molestar a quienes van a ver “una obra de teatro al CDN”.
Autora: Angélica Liddell. Directora: Angélica Liddell. Escenografía: A. Liddell. Vestuario: A. Liddell. Iluminación: Carlos Marquerie. Esculturas: Enrique Marty. Intérpretes: A. Liddell, Miguel Ángel Altet, Carlos Bolívar, Violeta Gil, Vettius Valens (Sindo Puche), Nasima Akaloo. Teatro Valle-Inclán. Madrid.
Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Noviembre 2007).