Don Juan se va al infierno

DON JUAN TENORIO

Si de un texto se han hecho versiones en España para dar y tomar, ése es Don Juan Tenorio. Cada cual hace su aportación, su interpretación del mito romántico. No cabe por tanto ya el escándalo, sino el análisis reposado. Lo digo antes de que alguien crea que quien firma se lleva las manos a la cabeza. Bien está, vaya por delante, tener un Tenorio grande, ambicioso, en la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y mejor si presenta todos los mimbres del éxito a priori.

Blanca Portillo tiene ya oficio de directora (es su séptimo montaje) y, como tal, maneja con acierto a los actores, domina el tempo del verso, acierta en la estética de una Sevilla tenebrosa y se permite transgresiones imaginativas. Su escena inicial es un baile de máscaras con el criado Ciutti y el tabernero Butarelli convertidos en macarras que parecen escapados de «Breaking Bad»; su Luis Mejía tiene un no sé qué poligonero –un sí sé qué largo de explicar en realidad– y convierte a Don Gonzalo y a Don Diego en pétreas presencias, con acertadas interpretaciones, como las de casi todo el reparto.

Blanca Portillo tiene ya oficio de directora y, como tal, maneja con acierto a los actores, domina el tempo del verso y acierta en la estética de una Sevilla tenebrosa.

Brillante la Brígida de Beatriz Argüello, que es ya alcahueta putísima, demonio carnal hecho lencería y risas, y que se come la escena. Y está muy bien que haya descubierto a Ariana Martínez para la novicia Inés. Tiene inocencia y deseo a partes iguales con la fuerza y frescura de la juventud.

En José Luis García Pérez, antes incluso de ver la obra, se adivina al Don Juan perfecto. Y así es. Parece nacido para un papel que exige físico, encanto y oficio. Y el actor deja una interpretación para el recuerdo, desde el fondo de esa voz rota que es su seña de identidad, convertido en el mujeriego y canalla por excelencia, burlador de mujeres y duelista, hombre sin más principio que el placer, un Satanás casi. Así lo dibujó ya Zorrilla en un texto tan popular por sus versos memorables como criticado por lo que estos tienen de ripio. El «Notorio» lo llamaban sus detractores. El tiempo pone a los clásicos en su sitio y éste está donde debe.

En su criminalización de Don Juan, la directora decide hacerle de menos: Tenorio ya no es tan buen amante, ni tan buen guerrero: deja insatisfechas a las damas y asesina a traición a Mejía

Digo que así nos lo muestra Zorrilla porque, aunque ofrece al alma del difunto el perdón divino en el suspiro final de la obra –al contrario que Tirso de Molina en «El burlador de Sevilla»–, el autor le niega el pan y la sal a su protagonista a lo largo de sus cuatro actos. Le ha parecido poco a Blanca Portillo, que ha planteado el suyo en términos de «vendetta» y, al margen de que el montaje se disfrute, cae en un error conceptual: la alteración de la esencia misma del personaje y, por tanto, de la obra.

Los clásicos están para cambiarlos, cortarlos, actualizarlos y reinterpretarlos. ¿Por qué no? Pero darles la vuelta y hacerles decir lo que nunca quiso su autor es otra cosa. En su criminalización de Don Juan, la directora decide, mediante recursos actorales y acciones –que no textuales, pues la adaptación de Juan Mayorga es limpia y respetuosa–, hacerle de menos: Tenorio ya no es tan buen amante, ni tan buen guerrero: deja insatisfechas a las damas y asesina a traición a Mejía. ¿Qué queda, pues, de él? ¿Por qué enamora a las mujeres y de dónde le viene la fama? Convertido en sombra de sí mismo, escupido por quien debía perder los huesos por él, Don Juan se va al infierno, aunque no en el sentido que querría la directora.


Autor: José Zorrilla. Versión: Juan Mayorga. Directora: Blanca Portillo. Intérpretes: José Luis García Pérez, Miguel Hermoso, Ariana Martínez, Beatriz Argüello, Francisco Olmo, Juanma Lara… Espacio escénico: Blanca Portillo. Iluminación: Pedro Yagüe. Teatro Pavón. Madrid.

Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Enero 2015).

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