ILUSIONES
Dani y Sandra, Alberto y Margarita. Dos matrimonios, amigos. Toda una vida juntos de diferentes maneras. Con 84 años, Daniel, en su lecho de muerte, le dice a su esposa, Sandra, lo mucho que la ha amado: ella ha sido su única pasión, su amor verdadero. A continuación, le llega el momento a ella, que hace lo mismo… con el mejor amigo de su marido. Sandra había amado en silencio a Alberto toda su vida. Éste se da cuenta entonces de que a él, sin saberlo, le ocurría igual, y se lo confiesa a su mujer, Margarita. Y ella, después de toda una vida de paciencia y abnegación, ante tanta tontería senil, le miente y le dice que no pasa nada, que al fin y al cabo ella y Daniel llevaban décadas siendo amantes.
Parejas cruzadas, deseos escondidos, pasiones y tensiones no resueltas. Eso, poco más, es Ilusiones. Un folletín octogenario narrado en cuatro etapas que se habría solucionado antes si todos hubieran seguido el consejo final de Nicole Kidman en Eyes Wide Shut: “Hay algo muy importante que debemos hacer lo antes posible. Follar”.
No intenten buscar mucha más profundidad ni interés en un texto del que inexplicablemente, un gran director como es Miguel del Arco se ha enamorado. Algo debió de ver el responsable de Arte, La función por hacer, Veraneantes, Misántropo o La violación de Lucrecia, entre otros brillantes espectáculos de la última década, en el largo, tedioso y plano ejercicio de narrativa escénica de un autor ruso llamado Ivan Viripaev. Algo, ya digo, que este cronista es incapaz de encontrar.
“Parejas cruzadas, deseos escondidos, pasiones y tensiones no resueltas. Eso, poco más, es Ilusiones. Un folletín octogenario narrado en cuatro etapas”
Parece que estuviéramos ente el reverso somero de Ensayo, aquel ejercicio de monologuismo que pecaba de lo contrario acaso, de un impostado intelectualismo, un juego algo cargante de confesiones a cuatro bandas en un tour de teatro dentro del teatro, el que aportaban un director, un dramaturgo y dos actrices en una sala de ensayo.
En estas Ilusiones se nos presenta la historia de los ancianos amantes con cuatro narradores que no son ellos, sino actores en otra sala de ensayos o, quién sabe, un grupo de amigos que disfrutan transmitiendo una historia. No se especifica, aunque la fabulosa puesta en escena del montaje, una escenografía bellísima y decadente que firma Eduardo Moreno, da a entender lo primero. Si en aquel montaje uno podía ahogarse, en éste es difícil siquiera mojarse los talones.
“Parece que estuviéramos ente el reverso somero de ‘Ensayo’, aquel ejercicio de monologuismo que pecaba de lo contrario acaso, de un impostado intelectualismo”
Éste otro “ensayo” está construido sobre una estructura similar: confesión por turnos, réplicas largas, ejercicio narrativo. Debe de ser una moda –me da que es lo que toca, la cosa dramatúrgica, como tantas otras, va por impulsos e imitaciones- a la que no acabo de verle la gracia. Sobre todo si el texto es tan burdo, tan falto de vuelo poético o profundidad dramática, como el de Viripaev.
El primer monólogo ya es una invitación a la desesperación: no conté las veces que se menciona la palabra “amor” o el sintagma “amor verdadero” y sus variaciones, pero parecía una letanía. O un texto escrito por alguien a quien le hace falta refinar mucho su estilo, buscar contenido y estilo, forma y fondo.
“El primer monólogo ya es una invitación a la desesperación: no conté las veces que se menciona la palabra “amor’ o el sintagma ‘amor verdadero’, pero parecía una letanía”
La cosa no mejora con las siguientes “confesiones”, y según las parejas se pierden en sus pasiones nunca confesas y en sus viajes por desiertos y escenas absurdas, uno empieza a desear con cierta maldad que los cuatro viejecitos fenezcan cuanto antes y nos ahorren tanta banalidad envuelta en vacío dramatúrgico, tanto ensayo en blanco, tanto ejercicio de escuela que algún profesor debió de haber corregido a tiempo de forma piadosa.
Lo cierto es que es una lástima porque todo lo demás, todo, en este montaje, sobresale. Su cuarteto de intérpretes está a un nivel llamativo, entonados, luminosos, divertidos y creativos. Aunque disfruté especialmente de algunos momentos de Verónica Ronda y de Daniel Grao, también Marta Etura y Alejandro Jato merecen aplausos por su trabajo.
Y sin duda la dirección de Miguel del Arco salva, en la medida de lo posible, la mediocridad del texto que ha escogido. Ya he mencionado algunos de sus títulos más arriba, no voy a abundar en sus méritos pasados. Es un director brillante en general, y aquí convierte al reparto en una cuadrilla juguetona y jovial, cuatro artistas completos que cantan, se interrumpen, se escuchan y acarician, participan y esperan… Una compañía de cuatro que parece una fiesta de mil. Del Arco incluye un par de explosiones de jolgorio, transiciones musicales y hasta plumas carnavalescas. Supongo que algo había que hacer para amenizar el ladrillo ruso. Hay que reconocer que lo hace con arte y conocimiento, mano sabia de regista que domina el espacio y el tiempo.
La próxima vez solo cabe pedirle que escoja mejor. Eso sí que sería un acto de amor.
Autor: Ivan Viripaev. Dirección: Miguel del Arco. Traducción: Helena Sánchez Kriukova. Intérpretes: Marta Etura, Daniel Grao, Alejandro Jato y Verónica Ronda. Escenografía: Eduardo Moreno. Vestuario: Sandra Espinosa. Iluminación: Juanjo Llorens. Sonido: Sandra Vicente_Estudio 340. Coreografía: Manuela Barrero. El Pavón Teatro Kamikaze. Madrid.