NUMANCIA
Vuelve Nao d’Amores invitada a la Compañía Nacional de Teatro Clásico, algo lógico dado el repertorio con el que trabajan Ana Zamora y su equipo, que desde hace dos décadas recuperan con mimo y delicada mano a algunos de los autores más desconocidos del castellano medieval o del Renacimiento español. Autos sacramentales, farsas y églogas son su territorio natural y allí donde ponen las manos surgen insospechadas gemas teatrales que nunca se hacen extrañas al espectador de hoy. Sí es extraño, en cambio, que el texto elegido para el encargo de la CNTC -su tercera coproducción- sea la Numancia cervantina, tragedia épica y grandilocuente. Y ya desde el programa parece advertir la directora que entraron al trapo sin demasiadas ganas, aunque acabaron enamorándose del texto y haciéndolo suyo.
En lo anterior quizá se encuentre también el germen de las flaquezas de una propuesta en la que la compañía no parece estar en su elemento. Quiere Zamora traerse a los códigos de Nao d’Amores la tragedia épica de la ciudad celtíbera que fue sitiada por los romanos durante años en el siglo II a.C. y cuyos habitantes prefirieron inmolarse a ser derrotados y cautivos. Cervantes escribe en un estilo que comienza a ser ya caduco en su momento, pero no faltan versos de gran fuerza. Valgan estos del general romano Cipión al comienzo como ejemplo: “Cada cual se fabrica su destino / No tiene allí fortuna alguna parte / La pereza fortuna baja cría / La diligencia, imperio y monarquía”.
Zamora ha limado el texto y lo ha condensado en su esencia más íntima, reordenando pasajes, con protagonismo de los habitantes valerosos en los que Cervantes quiso ver un símbolo de grandeza a mayor gloria de la España imperial. Pero lo bucólico encaja mal en una historia de romanos. Mantiene además los monólogos alegóricos finales del Hambre, la Enfermedad y la Guerra, quizá esenciales en la concepción original. Pero ya puestos a adaptar, bien podrían estos pasajes haber caído en la refriega sin que nadie hoy en día los llorase.
Quiere Zamora traerse a los códigos de Nao d’Amores la tragedia épica de la ciudad celtíbera que fue sitiada por los romanos durante años en el siglo II a.C. y cuyos habitantes prefirieron inmolarse a ser derrotados
Hay siempre en Nao d’Amores mucho que destacar, y no es Numancia una excepción: la delicadeza y ritmo, para empezar, de todas sus propuestas, incluida esta. También el trabajo musical de Alicia Lázaro, experta en músicas de época, notable una vez más, aunque aquí haya tenido que partir de cero e imaginar mucho. Trompetas y cuernos de batalla de las legiones de Roma habitan el universo sonoro de este montaje, en el que un puñado de buenos intérpretes se defienden lo mejor que pueden en un órdago para cualquier actor, encabezados por José Luis Alcobendas como el general Cipión, o sea, Escipion el Africano, verdugo de Cartago y encargado de doblegar a Numancia allí donde, durante años, otros habían fracasado. Con él, una Irene Serrano estupenda y sólidos trabajos del resto del equipo, con caras habituales en los clásicos como Javier Lara o Alejandro Saá.
El órdago es la decisión de Zamora de mantener la fonética arcaica del castellano de la época. En 1585, cuando Cervantes escribe La destrucción de Numancia, había llegado a Madrid para buscarse la vida, veterano ya de Lepanto, manco y dolido de su largo cautiverio en Argel. Aún no había escrito el Quijote, pero su castellano es de una modernidad y claridad maravillosas. Contra lo que es norma, Zamora apuesta -en una decisión coherente con su trayectoria, pero cuestionable en lo artístico- por mantener una sonoridad y pronunciación que a oídos de hoy remiten más al medievo que al Barroco, con equis allí donde hay jotas y eses en lugar de ces. No solo se hace extraño e incómodo para los actores -a todas luces- sino para el público. Es como si, además de la ciudad infranqueable, el montaje levantara una muralla milenaria entre el escenario y el patio de butacas.
Lo austero y plano del montaje, sin escenografía, más allá de los instrumentos musicales al fondo, contribuyen poco a la magia y el tirual escénicos
Lo austero y plano del montaje, sin escenografía apenas, más allá de unos escalones y los instrumentos musicales al fondo, y con un vestuario de calle, contribuyen poco a la magia y el ritual escénicos que son el sello de la compañía: las legiones romanas visten pantalón negro y camisas multicolor, y los defensores de la ciudad surgen en los cuerpos semidesnudos de los mismos actores, transformados bajo unas mantas recias que igual podrían hacer de uno un numantino que un arameo. Un recurso juguetón, casi el único, de un montaje que araña en algunos momentos emoción, pero carece en muchos otros de ella.
Autor: Miguel de Cervantes. Dramaturgia y dirección: Ana Zamora. Dirección musical: Alicia Lázaro. Escenografía: Cecilia Molano. Iluminación: Miguel Ángel Camacho. Sonido: Jordi Bonet. Piano: Jaume Vilaseca. Vestuario: Deborah Macías. Asesor de verso: vicente Fuentes. Intérpretes: José Luis Alcobendas, Alfonso Barreno, Javier Carramiñana, Javier Lara, Eduardo Mayo, Alejandro Saá, Irene Serrano, Isabel Zamora. Teatro de la Comedia. Madrid.