¿Qué tal? Muy bien

FELICIDAD

Qué fácil, aparentemente. Qué complicado a la vez. La vida y nada más. Felicidad se llama este pequeño viaje de una compañía de raíces andaluzas, Tenemos gato. Y ofrece eso: un retrato de las pequeñas cosas que la dan o la quitan. Y de paso, para que el comprador no se vaya sin probar el producto, un trago de eso mismo, de felicidad, con un montaje mejorable, imperfecto, pequeño pero a la vez delicioso, divertido y sincero.

A veces uno ve una obra o una película, es incapaz de precisar qué habría que cambiar en ella, y aún así sabe que algo falla y que aquello no dejará huella en su vida. Otras, sabe perfectamente qué es lo que hay que mejorar, pero la sonrisa de la cara no se la borra nadie. Esos espectáculos son como los personajes de Felicidad –la propia obra lo es, fieramente humanos e imperfectos, como cualquiera de nosotros. Dan ganas de abrazarles y acompañarles, de ayudarles a arreglar sus vidas.

Y hablando de arreglar, a Felicidad le ocurre que una de sus grandes fortalezas se convierte en su punto flaco: la naturalidad de sus actores. Trabajan todos en un registro casi televisivo, fresco y rápido: la vida misma. Y a casi todos -sobre todo a los dos protagonistas masculinos- se les entiende mal en algunos momentos. Proyectar, proyectar, proyectar… y pronunciar. No digo nada nuevo.

“A Felicidad le ocurre que una de sus grandes fortalezas se convierte en su punto flaco: la naturalidad de sus actores. Trabajan todos en un registro casi televisivo, fresco y rápido”

Dada la de cal, aquí van dos o tres de arena: disfruté mucho con la actuación de Enrique Asenjo y Homero Rodríguez Soriano, con partes cómicas en el  cachondeo particular a cuenta de los cubanos que se traen los hermanos, y con la fuerza de Cristina Rojas -estupenda la primera escena en la que su personaje trata de motivar sexualmente a un marido que la ignora-, y de Mónica Mayén (que en la función que vi sustituía a Raquel Mirón), dos mujeres de armas tomar capaces de viajar de un tono a otro con algo que parece naturalidad pero que estoy seguro que esconde mucho trabajo (y talento).

Es precisamente la falta de impostura, de almidón, en la propuesta de los cuatro protagonistas, esa misma que habría que vigilar en lo que a pronunciación se refiere en algunos momentos, la que hace irresistible esta historia sobre hermanos separados por los años y sobre sus relaciones de pareja, ambas en caída libre.

Uno es un escritor de cierto éxito, el otro tiene un trabajo más prosaico. El primero está casado y con hijos. El otro vive en el extranjero con una nueva novia, una mujer que arrastra su propia cruz: acaba de quedarse en paro. Ambos se quieren, en teoría, aunque el tiempo y la vida los han ido separando. Un viaje azaroso los reunirá, junto a sus respectivas parejas. La estructura es clásica: planteamiento, desarrollo y catarsis final.

Desde el princpio se van apuntando los conflictos: envidias, desprecio, egoísmo, soberbia, frustración laboral, anhelo de maternidad, reivindicación feminista…  Y una grave incomunicación familiar, representada por esa muletilla que tanto usamos para no profundizar en preguntas cuyas respuestas no estamos dispuestos a escuchar, “¿Qué tal? ¿bien?”. Ese “¿Qué tal?” que repetimos es una continuación del silencio: una forma de ser educados, en sociedad, evitando contactos mayores. Cuando le añadimos el “¿bien?” dejamos claro que no nos interesa que nos aburran con tristezas y miserias. Subrayamos que es una pregunta retórica, ritual.La respuesta debe ser breve y, a ser posible, positiva. Vivimos, como recuerda Byung-Chul Han, en la sociedad de la transparencia, y eso implica borrar toda negatividad. La propia felicidad como imposición o necesidad es parte del diagnóstico.

Al margen de esa incomunicación, o quizá marcada por ella, la obra destila amor: amores desgastados, amores latentes y amores mal resueltos. Y por supuesto, el tema principal (o eso diría yo): el amor entre hermanos, y qué queda de él cuando el vínculo se reduce a la sangre y todo lo demás desaparece.

“El previsible choque de trenes no lleva al vacío nihilista ni a la tragedia. La felicidad del título que los autores parecían escamotearle a los personajes no desaparece de sus horizontes”

Sin embargo, el previsible choque de trenes no lleva al vacío nihilista ni a la tragedia. La felicidad del título que los autores parecían escamotearle a los personajes no desaparece de sus horizontes, que no es poco. Porque vivir instalados en ella es una utopía, inalcanzable como todas. Puede que hasta peligrosa.

A un amigo que decía lamentar la triste suerte del Vania de Chéjov le recomendaría reconciliarse con la vida viendo este encuentro a cuatro bandas. No todos ganan, o al menos no como todos querrían –c’est la vie– pero tampoco hay perdedores ni castigos. La mirada de Rodríguez Soriano y Rojas, que firman también el texto (junto a aportaciones varias, entiendo que es un trabajo de compañía), es moderadamente alegre, optimista pero no ilusa.

Y no cuento más. Dejémoslo en que este pequeño viaje al territorio de los anhelos, deseos y palabras que nunca se dijeron deja un recuerdo feliz.


Texto: Homero Rodríguez Soriano, Cristina Rojas y la aportación de las improvisaciones de Raquel Mirón, Enrique Asenjo, Homero Rodríguez y Cristina Rojas. Dirección: Cristina Rojas. Reparto: Enrique Asenjo, Homero Rodríguez Soriano, Cristina Rojas, Raquel Mirón (Mónica Mayén). Escenografía: Lúa Testa. Iluminación: Ana Rodríguez Aguilar. Música: Ernesto Aurignac, Joan Chamorro & Andrea Motis BigBand, Aljeromic, Radiohead. Vestuario: Cristina Rojas. CNC-Sala Mirador. Madrid.

Estrellas Volodia

2 respuestas a «¿Qué tal? Muy bien»

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