SALVATOR ROSA O EL ARTISTA
El viernes, el Centro Dramático Nacional estrenó a Francisco Nieva. Era la segunda vez en cinco años y, como ocurrió con Tórtolas, crepúsculo y telón en 2010, el maestro recibió una ovación cerrada, aplausos sinceros de un público que había disfrutado con Salvator Rosa o el artista, un texto que parecía escrito no en 1983, cuando lo fue, ni tampoco ayer, sino probablemente mañana o dentro de otros treinta años. «¡Silencio! No quiero más disturbios ni más acusaciones. La espada flamígera de la justicia brillará sobre Nápoles desde este instante. Disolveremos a las turbas revolucionarias en nombre de la revolución». No piensen que quien así brama es un reaccionario insensible. Aunque sin duda pertenece a una élite, la del Arte, con mayúsculas, el que se sustenta en ideas y postulados firmes y coherentes, no el del arbitrio y el capricho. Y, sobre todo, el arte libre, liberado de prejuicios, ataduras, modas y oportunismos.
Habla Salvator Rosa, protagonista de una tragicomedia sobre el arte, el poder y las masas que por fin alguien –el CDN y Guillermo Heras– ha desenterrado del corpus de obras no estrenadas del gran dramaturgo manchego, que son un pico. Bravo. Hay y no hay segundas en lo anterior: pese a todo, los años transcurridos permiten apreciar la atemporalidad del dramaturgo, su rabiosa modernidad. Vanguardista muchos pasos por delante de quienes se proclamaron rompedores después, en Nieva se dan la mano el surrealismo, el barroco, el exceso, el orientalismo, el sueño. Todo menos el realismo, su gran bestia negra, presente eso sí como antítesis.
En Nieva se dan la mano el surrealismo, el barroco, el exceso, el orientalismo, el sueño. Todo menos el realismo, su gran bestia negra, presente eso sí como antítesis
En este carrusel textual, tan rico y ornamentado como en sus mejores obras y, pese a su profundidad, divertidísimo –el público ríe con diálogos cultos más ocurrentes que tanta «stand up comedy» vacía–, Nieva viaja al Nápoles de 1640, en plena revuelta popular por un impuesto a la fruta del virrey español. Allí sitúa el dramaturgo a su protagonista, un pintor que vivió en Roma y Nápoles entre 1615 y 1673, autor de lienzos tenebrosos e inquietantes que se salían de todo dogma y escuela, con temáticas fantásticas plagadas de aquelarres y demonios, y paisajes adelantados al romanticismo. Un artista libre, como el propio Nieva, quien se identifi ca con su criatura teatral, enemigo del realismo, encarnado por José Ribera, artista oscuro, matón y capo de pintores en la ciudad de Campania. «Lleva sobre sí toda la tizne de España, va dejando un rastro negro por donde pasa, ese hombre», dice del «Españoleto» el judío Cebadías, tratante de arte, en el diálogo con Batuel con que arranca la obra.
De un plumazo, Nieva ha arrojado un tropel de ideas: la España profunda y negra frente a la luz italiana, su rechazo a los postulados realistas y su amor por la riqueza escénica. Y por eso es tan acertada la barroquísima, casi mareante riqueza visual de la propuesta de Guillermo Heras, que, si no fuera para este texto, sería de locos. Pero sí, todo procede: las enormes columnas de falso mármol en aparatoso cartón y los inmensos cuadros de marcos dorados que firma Gerardo Trotti, las telas colgantes, los bancos de piedra… Una ensoñación de Nápoles en tonos rococó a juego con los vestidos brillantes, puro colorín, de Rosa García Andújar, y con la música de Tomás Marco como paisaje. Heras ya dirigió el «Nosferatu» de Nieva y maneja con escuela sabia los ritmos, el humor, los excesos y los guiños de un dramaturgo que no se aburre de jugar.
El Salvator que compone Nancho Novo es un trasunto de John Galliano desquiciado y excesivo. Pero, ¿qué no lo es? El manierismo se apodera de todas las interpretaciones
En esa constante irrealidad, el Salvator que compone Nancho Novo es un trasunto de John Galliano desquiciado y excesivo. Pero, ¿qué no lo es? El manierismo se apodera de todas las interpretaciones, brazos al aire como si los personajes bailaran minuetos al hablar. Novo está divertido y rotundo; tiene una estupenda escena de galanteo con Beatriz Bergamín, una Rubina coqueta que se reconoce ignorante y no lo es tanto, como su hermana Floria, una gran Ángeles Martín, de lo mejor de un elenco con talento.
Otro cara a cara interesante, aunque algo elíptico y alargado, es el de Salvator con Ribera. Sin rubor ni miedo, los actores abrazan el código propuesto en su justa medida: muy bien el «Españoleto» algo burlón de Alfonso Vallejo. O la judía mala de Isabel Ayúcar (aunque, por edad, el papel no le va demasiado); y el enano Pittichinaccio de Alfonso Blanco, erigido en «reinona» con su retranca, su canesú y su espadita; el Cebadías humanísimo de Juan Meseguer –también Juan Matute, como el judío pesimista Batuel, aunque le sobran chepa y avejentamiento forzado–; y el cabecilla popular Masanielo de un febril Gabriel Garbisu. Hasta los matones Spadaro y Falcone, de Carlos Lorenzo y Sergio Reques, convertidos en revolucionarios, primero, y de nuevo en traidores a la causa. Toda revolución tiene sus iluminados y sus ciegos.
A la apuesta estética de Heras le ocurre lo que al texto de Nieva: que ya no se hace teatro así. Y ahí radica su modernidad. Ambos proponen una inmersión en un hecho artístico donde el teatro es una bella mentira
Dos cosas chirrían tan sólo: los cuadros en movimiento, que parecen decoración de chino de barrio; y las coreografías de Mónica Runde, insertas con calzador. Por lo demás, a la apuesta estética de Heras le ocurre lo que al texto de Nieva: que ya no se hace teatro así. Y ahí radica su modernidad. Alejado del espacio vacío y el hiperrealismo televisivo, ambos proponen una inmersión en un hecho artístico donde el teatro es una bella mentira. La otra gran refl exión del montaje es sobre la necesidad y el peligro de la revolución. Si esto parece paradójico es porque todo en Nieva lo es: es un progresista conservador. O, si prefi eren, un clásico moderno. Por eso, ante esta obra escrita hace años se hace imposible no pensar en Podemos. Llevado por la turba a palacio, Masanielo enloquece y Salvator Rosa salvará su encuentro con el virrey de España suplantándole en un acto de poesía pura, de teatro total. Una performance del siglo XVII. Acabará mal, como el propio levantamiento. Masanielo, fagocitado por sí mismo y por la plebe, grita: «Quiero mandar, he de mandar, voy a mandar…». El que pueda entender…
Salvator Rosa debiera estar en todo canon de grandes obras. Pero, como dice Rubina, «eso es mucho pedir. Al pueblo no se le pueden pedir cosas tan difíciles».
Autor: Francisco Nieva. Director: Guillermo Heras. Intérpretes: Nancho Novo, Ángeles Martín, Beatriz Bergamín, Alfonso Vallejo, Juan Matute, Juan Meseguer, Isabel Ayúcar, Alfonso Blanco, Carlos Lorenzo, Sergio Reques, Sara Sánchez, Gabriel Garbisu… Escenografía: Gerardo Trotti. Iluminación: Juan Gómez Cornejo. Vestuario: Rosa García Andúnjar. Movimiento escénico: Mónica Runde. Teatro María Guerrero. Madrid.
Crítica publicada originalmente en La Razón, recogida en Notas desde la fila siete (Febrero2015).